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Adiós a Félix de Cárdenas, el artista solitario

Admirador de Zurbarán y Cézanne, abordó con maestría el bodegón y el paisaje, y fue un experimentado cartelista.

Félix de Cárdenas. / Juan Carlos Vázquez
J. Bosco Díaz-Urmeneta

04 de diciembre 2016 - 02:30

Félix de Cárdenas (1950-2016), cuyo cuerpo sin vida halló el viernes en su domicilio la Policía Local de Tomares, fue un artista solitario. En parte porque le tocó vivir entre dos potentes generaciones (los pintores abstractos de los años 70 y los agrupados en la década siguiente en torno a la revista Figura), pero también porque fue un explorador, ávido de indagar variados caminos.

Nacido en Sevilla, fue un asiduo y precoz visitante del Museo de Bellas Artes, donde lo recogía su padre al volver a casa a la hora del almuerzo. También fue precoz como activista: en los últimos años de Bachillerato, en el Instituto San Isidoro, se señaló como antifranquista, compromiso que le costó más de un disgusto.

Comenzó los estudios de Bellas Artes en Sevilla y los terminó en Barcelona. Sus primeras obras fueron informalistas y en esa clave denunció, en 1974, la muerte por la Guardia Civil de un vecino de Carmona que participaba en una protesta por la falta de agua. Ese mismo año, sin embargo, prefiere emplear ideas cercanas al pop para recoger (entre una desierta plaza de Cuba y una enorme calculadora) al apagado grupo que informaba de la hospitalización de Franco, aquejado de una flebitis. Dos caminos diferentes y una misma idea: el valor de la pintura para ofrecer pistas que haciendo ver dieran que pensar.

A la vez, Félix de Cárdenas aparece como excepcional dibujante que invierte esta destreza en indagar las posibilidades del grabado. Junto a denuncias de la represión y el consumo, abordó dos temas que tendrán especial alcance en su obra: el paisaje y el bodegón. De un lado, un impresionante olivo y edificios abandonados (ante los que a veces dos enamorados se funden en un abrazo); del otro, los útiles de grabar o dibujar, y la omnipresente pipa. En los dos casos destaca la firmeza del trazo y del objeto, silencioso homenaje a dos autores de referencia: Zurbarán y Cézanne.

Pronto asociará en la pintura aquellos dos géneros: los paisajes urbanos (el Bar Plata en la calle Resolana, la factoría Cros o el aterramiento del río en Chapina, donde recuerda a su amigo Joaquín Sáenz, otro frecuentador del lugar) se elevan ante mesas donde reposan los platos y brillan las copas. En 1975 pintó unas audaces Azoteas. Apenas ocupaban una décima parte del lienzo, mientras el cielo, es decir, la pintura, tramaba de modo admirable el resto. Esta atención a la pintura se manifestará en su obra de modo especial a partir de la segunda mitad de los años ochenta. La figura, como señaló Paco del Río, se convierte cada vez más en icono, esto es, en signo que es a la vez exponente de la expresión de la pintura como materia e imagen estilizada que remite más allá de ella misma. Sus indagaciones se multiplican: reiterados cuadros con frutas con inequívoca intención erótica, bodegones que estudian los espacios de un pintor inalcanzable, Velázquez, y un nuevo tratamiento de los molinos de Alcalá de Guadaíra que construye los edificios en una valiente fusión de geometría y color.

Pronto, este bagaje pictórico se invirtió en un tema que estudiará durante años: la barca. Signo fecundo pero indeterminado (¿supervivencia, abandono, versatilidad, soledad?), es además figura que concita atrevimientos de la luz y del color. De sus amplias variaciones dio cuenta la retrospectiva que le dedicó la Caja San Fernando, y que trabajaron juntos Paco del Río y Pepe Soto. Mientras tanto no abandona el dibujo, ahora concretado en figuras eróticas tan firmes como sencillas.

Félix de Cárdenas fue además un experimentado cartelista. La muestra más reciente, el dedicado a la Macarena este mismo año, pero es preciso recordar el de la Feria de Sevilla de 1999 y el de la bacante de Itálica del año 2003. Por encima de todos ellos, a mi entender, el que le encargara la Maestranza para la temporada taurina de 1997. En su escueta sencillez, dos campos de color y la silueta de un toro, serena pero agitada por la sombra, dio perfectamente cuenta de cuál puede ser el valor de un signo.

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