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Existir en la enfermedad

Tras el éxito de 'Nada se opone a la noche', Anagrama publica la primera novela de Delphine de Vigan, en la que contaba el infierno de la anorexia.

Braulio Ortiz

02 de septiembre 2013 - 14:01

Días sin hambre. Delphine de Vigan. Traducción de Javier Albiñana. Anagrama. Barcelona, 2013. 168 páginas. 14,90 euros.

Anagrama se marcó un tanto indiscutible, el pasado año, con la publicación de Nada se opone a la noche, de la francesa Delphine de Vigan, un libro desgarrador que poseía esa fiera emoción que sólo tienen los testimonios vividos. La autora se sumía tras la muerte de su madre en las oscuridades de su memoria familiar, con el propósito imposible de conseguir algo de definición a un personaje -su progenitora- anulado por la locura, una mujer que no vivió sino en el letargo, en la desolada renuncia y el pavor de quien elige dejar de ser -durante décadas con la medicación, finalmente con el suicidio- antes de despertar a la bestia irracional y violenta que asomaba en sus desvaríos. De Vigan ahonda en ese dolor insondable y su rastreo llega incluso más lejos, a describir un linaje de estremecedores secretos y aun más impactantes silencios, pero el prodigio de la narradora es que su prosa -tan seca y brutal como extrañamente poética- abarca un material escabroso con pudor y elegancia, con una admirable serenidad, aunque las vivencias retratadas bien podían haber dado lugar a la rabia y el resentimiento. La locura fastidió la vida de aquella madre, pero también la de las dos hijas que crecieron, y tuvieron que enfrentarse a un mundo inhóspito, desprovistas de una figura que las protegiera.

Ahora, Anagrama publica en España Días sin hambre, la primera novela de Delphine de Vigan -cuando apareció en Francia, en 2001, la autora protegía su verdadera identidad con un seudónimo, el de Lou Delvig- e interesante contraplano a la historia contada en Nada se opone a la noche. La narración recurre también a hechos reales: aquí se cuenta el ingreso de la autora, de joven, en una clínica donde ha de enfrentarse a la anorexia que casi ha convertido su cuerpo en la anatomía de un fantasma. Un trastorno que no es sino el grito desesperado, la equívoca sensación de triunfo -quien haya leído Nada se opone... lo entenderá- de una muchacha ante una vida que sólo le muestra su cara más cruel.

Días sin hambre describe con inteligencia y sensibilidad los mecanismos mentales que empujan a Laure, la protagonista, a creerse al principio que su enfermedad no es más que un avance, un triunfo. "Se había vuelto inaccesible al miedo y a la rebeldía. Se sentía bien. Mucho más ligera. No quería morirse, sólo desaparecer. Esfumarse. Disolverse. Con medio pomelo en el estómago, volaba por las aceras, días enteros en la calle, vaciando su cuerpo". Detrás de esta delgadez sin concesiones se halla el rencor - "sólo le consta una cosa: quería hacerles daño, herirlos en lo más hondo, tal vez destruirlos. A su padre y a su madre. Que no se vayan de rositas. Venenosos ambos"-, pero Días sin hambre es también una historia que esconde una inesperada ternura: De Vigan relata el compañerismo que se crea entre las internas, y, quizás el elemento más conmovedor de la obra, la complicidad de la paciente hacia un médico que le cuenta historias y la trata con una calidez y una paciencia que no había conocido antes la chica, un especialista que sabe debilitar la resistencia de una enferma que ve en su recuperación un fracaso. La novela es finalmente una confesión sobria, esperanzada, que viene a decirnos -bien lo sabe De Vigan- que incluso del infierno uno puede escapar, que es posible resurgir de las cenizas incluso cuando se tiene el alma vapuleada.

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