Eternidad asombrada
En la estela del recién conmemorado centenario de El Greco, Rafael Alarcón Sierra analiza la moderna recepción de su obra y rastrea la huella del artista en la poesía hispánica.
Vértice de llama. El Greco en la literatura hispánica. Rafael Alarcón Sierra. Universidad de Valladolid, 2014. 320 páginas. 18,75 euros.
El caso de El Greco ejemplifica muy bien los vaivenes del canon o en particular el modo cómo la posteridad condiciona la valoración de algunos artistas, conforme a la paradoja borgiana que proyecta las influencias en dirección opuesta a la que dictaría la lógica. Menospreciado durante siglos por su extravagancia, el cretense pasó a ser considerado desde finales del XIX un maestro indudable -referencia obligada, aunque heterodoxa, de la escuela manierista- y uno de los grandes precursores de la pintura contemporánea. Lo que hasta entonces se había juzgado como una obra marginal, excéntrica o marcada por una sensibilidad mórbida, brillaba ahora, a la luz del simbolismo o de las incipientes vanguardias, con toda su fuerza visionaria. La revisión de su legado había empezado unas décadas antes -Gautier, por ejemplo, le dedicó palabras elogiosas, sin salir de la extrañeza ni negar su anomalía-, pero fue a comienzos del XX cuando su valor creció hasta alcanzar las cotas que hoy, tras la tardía consagración de un pintor universalmente reconocido, lo señalan como a un gigante.
Publicado al hilo del cuarto centenario del nacimiento de Doménico Theotocópuli, Vértice de llama es la valiosa contribución de Rafael Alarcón Sierra, profesor de Filología Española de la Universidad de Jaén, a la celebración de una efeméride que no precisa ya de tonos reivindicativos. Su hermoso título, de sabor ultraísta, remite a los claros versos de Rafael Alberti que abren su poema dedicado a El Greco: "Aquí, el barro ascendiendo a vértice de llama, / la luz hecha salmuera, / la lava del espíritu candente", incluido en A la pintura (1948) y cuyo final, no menos memorable, abunda en la caracterización de su mundo: "¡Oh purgatorio del color, castigo, / desbocado castigo de la línea, / descoyuntado laberinto, etérea / cueva de misteriosos bellos feos, / de horribles hermosísimos, penando / sobre una eternidad siempre asombrada". Del diálogo entre pintura y literatura -o en menor medida con otras artes, como la música y el cine- trata este libro que divide su contenido en tres partes: un documentado ensayo donde se analiza la recepción de El Greco en la modernidad; un estudio, de corte filológico, que recorre su presencia en la poesía hispánica, y una antología, vinculada al anterior, de poemas inspirados por la figura o la obra del pintor manierista.
Pese a su relativa brevedad, el ensayo preliminar resulta clarificador de las razones que condujeron a una recuperación que no fue un rescate o un redescubrimiento -como en el caso de los autores injustamente olvidados sobre los que de repente se hace la luz-, sino un proceso consciente de "construcción" que convertía a El Greco, el raro, el disminuido, el extraviado, el loco, en un perfecto contemporáneo. Salvando las distancias, la operación recuerda lo sucedido después con Góngora -no por casualidad elogiado por los mismos simbolistas que celebraban los escorzos del griego-, convertido en icono para la generación que lo aclamaría al grito de "Viva don Luis". Alarcón Sierra toma de Georges Didi-Huberman la expresión "anacronismo moderno" para explicar este proceso que lleva a interpretaciones distintas, pero siempre actuales, en función de la sensibilidad estética desde la que se juzga, proyectada hacia atrás en el tiempo y por ello, desde una u otra perspectiva, literalmente recreadora. Ensalzado como antecedente de Velázquez por los defensores decimonónicos de la "escuela española", El Greco fue plenamente recuperado por los pintores modernistas -Zuloaga, Regoyos o Rusiñol, para quien aquél "inició la idea de nuevos derroteros para el arte"-, asimilado a lo mejor del "espíritu castellano" por los maestros institucionistas y acogido por los autores del 98 -el viaje de Baroja y Azorín a Toledo, finales de 1900, marca un hito en la elevación del pintor a los altares- como emblema de "el dolor, la fe ardiente, la ingenuidad, la audacia, la fuerza avasalladora de un pueblo de aventureros locos y locos místicos", según leemos en el Diario de un enfermo (1901). Cossío, Ortega, Valle o Unamuno dedicarán al pintor páginas luminosas, y muchos otros, incluidos los vanguardistas, abordaron después el "enigma" de El Greco, pero el giro decisivo había tenido lugar hacia el cambio de siglo.
Con todo, la parte más extensa de Vértice de llama -también la más novedosa- se dedica a rastrear la huella del artista en la poesía hispánica, primero en forma de demorado análisis textual y después, cerrando el conjunto, de antología que comienza con unas pocas muestras anteriores al siglo XX y se introduce casi de inmediato en el Modernismo. Por fuerza irregular, como sucede siempre que se recurre a un pie forzado, la colección incluye a muchos autores menores, pero resulta altamente reveladora del modo en que el imaginario de El Greco, tan aparentemente ajeno a nuestro tiempo, ha estimulado a los poetas hasta hoy mismo. También ellos, o los lectores, forman parte de esa "eternidad asombrada" de la que hablara Alberti.
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