Estampas del kibutz

Amos Oz vuelve con unos hermosos relatos de trazos agridulces sobre la esforzada vida en las granjas comunales de Israel hacia el medio siglo.

Tres 'kibutzim', construyendo una vivienda en una granja comunal, en una imagen de los años 50.
Tres 'kibutzim', construyendo una vivienda en una granja comunal, en una imagen de los años 50.
Ignacio F. Garmendia

08 de septiembre 2013 - 05:00

A propósito del sionismo, se olvida a veces que una de las ramas más activas del movimiento -la más influyente durante el mandato británico de Palestina y los primeros tiempos del Estado de Israel- estuvo muy vinculada a la ideología socialista. Antes y después de la fundación propiamente dicha, los inmigrantes llegaron a aquellas tierras semidesérticas atraídos por una doble posibilidad de redención, la que les ofrecía el reencuentro con la patria perdida y la que se derivaba de la construcción de una nueva sociedad guiada por el ideal del colectivismo. El experimento inspiró a jóvenes socialistas de todo el mundo que durante décadas acudieron a Israel para conocer de primera mano el funcionamiento de las granjas comunales, apoyadas por los dirigentes laboristas que, como el carismático Ben-Gurión, defendían no sólo su papel en la economía nacional -progresivamente menor con el paso de los años- sino también su función como puestos de avanzadilla. Sabemos por las maravillosas memorias de Amos Oz -Una historia de amor y oscuridad, publicadas, como el resto de su obra en España, por Siruela- de la experiencia del autor israelí en el kibutz de Hulda, donde el futuro autor de Contra el fanatismo -nacido Klausner- cambió su nombre por el de Oz ("fuerza, coraje"). Su último libro vuelve a recrear la vida en el kibutz, ahora imaginario, de Yikhat, a través de ocho relatos autónomos pero interrelacionados que conforman algo parecido a una novela.

El jardinero misántropo, apodado Ángel de la Muerte por su afición a anunciar catástrofes ocurridas en cualquier lugar del planeta, a quien pretende una viuda que se acaba marchando a América. La mujer abandonada por su marido que recibe una carta sorprendente de la vecina, ahora desengañada, que la ha sustituido en el afecto de su antiguo esposo. El hombre enfrentado a un viejo rival, líder respetado al que admira pese a sus diferencias, cuando este seduce a su hija adolescente. El muchacho llegado de fuera pero integrado plenamente en la comunidad que pide permiso para visitar a su padre recluido y enfermo. El hijo pequeño del "guasón" del kibutz, maltratado por sus compañeros de escuela, al que su padre protege a escondidas de una madre demasiado severa. La bella malcasada que pide ayuda a otro de los notables, un hombre comprometido pero enamorado de ella desde antiguo que debe reprimir su deseo de hacer algo más que protegerla. El joven becado por un familiar que aspira a iniciar los estudios -o a huir sin más del kibutz- antes de haber cumplido con las obligaciones prescritas. El esperantista y fumador compulsivo que ejerce como zapatero y se empeña en trabajar aunque su salud apenas se lo permita. Son algunos de los personajes, dignos, endurecidos, llenos de humanidad, que recorren las páginas de Entre amigos.

Aunque nunca de forma expresa, Oz celebra el esfuerzo, el sentido del deber, la capacidad de sacrificio de los habitantes del kibutz, pero también muestra la atmósfera asfixiante, el rigor excesivo de las costumbres -como la que obligaba a que los menores durmieran juntos en la llamada "casa de los niños", alejados de sus padres durante la noche- o la pérdida de intimidad y la exposición a las habladurías que comporta la convivencia en comunidades no sólo reducidas, sino casi herméticamente cerradas a la influencia exterior. También es notoria la obsesión por la igualdad que lleva a uno de los niños, al que un tío que abandonó el kibutz le ha regalado unos patines, a tener que compartirlos a la fuerza con sus compañeros de escuela. La obligación de servir en la milicia -el contexto de guerra aparece aludido en las referencias a la ciudad árabe abandonada o a los caídos en acciones de represalia- y de trabajar por tres años en el destino asignado antes de emprender, en su caso, los estudios superiores, actúa asimismo como un importante factor de disuasión, pero de cualquier modo la elección de la carrera es también mancomunada y está sujeta a las necesidades del kibutz. En lo que atañe a las mujeres, confinadas a las tareas domésticas o el cuidado de los hijos, la igualdad "se les permitía sólo a condición de que se comportasen como hombres y pareciesen hombres".

Las normas estrictas, las prohibiciones, la necesidad de aprobar en asamblea incluso las cuestiones referidas a la vida privada, limitan considerablemente la libertad de actuación. De este modo los ideales laicos, hasta cierto punto herederos de la tradición libertaria, se revelan como impedimentos para el desarrollo de un itinerario propio, dado que cualquier aspiración individual se sacrifica en aras de la colectividad. El efecto, paradójico, es que en una sociedad que "reniega de la soledad", los habitantes del kibutz tienden al aislamiento. Respecto al laicismo, otro personaje señala con lucidez: "Los miembros veteranos son creyentes que abandonaron la religión y en su lugar adoptaron una nueva religión, llena de culpas y pecados (...) En el fondo no han dejado de ser devotos, sólo han sustituido una religión por otra. Marx es su Talmud". Frente a esa moral puritana, propia de un tiempo marcado por la movilización permanente, hay quienes desearían "una vida sin comités ni asambleas ni opinión pública ni destino judío", y por eso los "pioneros fundadores" sienten que las costumbres se están relajando, lo que a su juicio pone en peligro la supervivencia de las comunidades tal como fueron concebidas en los días heroicos, cuando aún se dormía en tiendas de campaña.

En el plano formal, Entre amigos destaca por la sobriedad, la desnudez, la transparencia de una prosa que traslada directamente las historias sin digresiones ni interferencias, pero también por la eficacia con que Oz dosifica la información referida a los personajes, de los que seguimos teniendo noticia una vez que se nos ha contado su relato. Este procedimiento hace que las tramas se entrecrucen y contribuye a aumentar la implicación emocional del lector, que a medida que avanza va sintiéndose más interesado por los habitantes de Yikhat. La impresión final es un tanto desoladora, pero hay en los relatos, sobre su depurado lirismo, una melancolía no exenta de grandeza. En buena medida el sueño de la colectivización -tal como era entendida entonces: los kibutzim que han sobrevivido son ahora muy distintos- se reveló como una más de las utopías fallidas, pero Oz, que es un narrador extraordinario, nos cuenta ese relativo fracaso desde el respeto por los principios que lo inspiraban y sobre todo por las personas que, como él mismo, tuvieron el valor de intentar llevarlos a la práctica.

Amos Oz. Trad. Raquel García Lozano. Siruela. Madrid, 2013. 160 páginas. 15,95 euros

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