España, tierra de misiones
'La Biblia en España'. George Borrow. Trad. Manuel Azaña. Renacimiento. Sevilla, 2011. 619 págs. 24 euros.
Hay que tener cierta entereza de carácter -o el ánimo extravagante que la tradición adjudica a los súbditos de la corona inglesa- para venir a España, cuna de Bartolomé de las Casas e Íñigo de Loyola, a predicar la palabra de Cristo y difundir el Nuevo Testamento. Sin embargo, eso es lo que hace, a comienzos del XIX, el singular viajero George Borrow, tras aceptar la encomienda de la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera. No se trata, en cualquier caso, de un empeño arbitrario, irrelevante u ocioso. La lectura de la Biblia, sin anotaciones ni exégesis, tal y como es norma en la iglesia protestante, era una anomalía observada con recelo por los miembros del clero y la jerarquía católica de Roma. Ése es, pues, el origen de esta singular aventura, a la manera del Gil Blas, que "don Jorgito el Inglés" emprendió cuando en España ardía la primera guerra carlista y ya se había operado la primera amortización de Mendizábal.
Al fondo de de esta aventura está, como puede observarse, la vieja disputa sobre el papel de la iglesia y las Sagradas Escrituras que operó el cisma entre católicos y protestantes. También está, aunque de un modo oblicuo, el carácter documental, histórico/literario, que Spinoza le atribuye a la Biblia en el siglo XVII. Sea como fuere, Borrow viene a España, cargado con ejemplares del Nuevo Testamento, para propalar la verdad de Cristo a un país y unos hombres que el cree abrumados por la superstición, la ignorancia y el influjo maligno del papado. Así se desprende de este asombroso y divertido libro, que alcanzó gran fama, mediado el XIX, en Gran Bretaña y Norteamérica, y cuyas invectivas contra el poder de Roma y la jerarquía católica de España no obstan para que Borrow, caballero al fin, sea un fino observador del arte religioso español, y tampoco para que departa amistosamente con cuantos frailes y capellanes (al cabo, casi la única gente letrada), le salen al paso en sus atropelladas andanzas.
Hay que señalar, sin embargo, que cuando Borrow llega a España, está en curso la primera guerra carlista, desencadenada tras la muerte de Fernando VII, y donde el ultracatólico Carlos V le disputaba el trono a la regente María Cristina, abanderada del sector liberal. Quiere esto decir que Borrow trae la nueva del Evangelio, el pacífico heraldo de la Protesta, a un país dividido por un conflicto religioso: el absolutismo del Trono y el Altar ponderado por el pretendiente Carlos, frente al vago parlamentarismo de María Cristina. Esta simpática obstinación de Borrow no hace sino darle una suerte de irrealidad a cuanto se narra en estas páginas. Y en mayor medida, por los enormes beneficios que Borrow atribuye a la lectura del Evangelio, cuyo ejemplo más obvio es la próspera Inglaterra, frente a una obstusa e iletrada España. Lo cierto, en cualquier caso, es que la Inglaterra de George Borrow era un país mejor escolarizado, mucho más habituado a la lectura y el estudio, que la España que visita en el segundo tercio del XIX. Una España donde Borrow no deja de encontrar dos tópicos románticos de opuesta simbología: el altivo gregarismo de los gitanos, con quienes conviviría largamente, y a quienes les dedicaría un estudio pionero (Los gitanos en España) y la larvada amenaza de los judíos, a quienes describe acerbamente, siguiendo el tópico del conspirador y el avaro de aspecto repulsivo.
Tanto Manuel Azaña, irreprochable traductor de La Biblia en España, como Alberto González Troyano, autor del prólogo, no dejan de señalar la modernidad de Borrow, tanto en la novedosa descripción del paisaje, como en el propio carácter de la obra. En efecto, La Biblia en España no es un libro de viajes al uso, fruto del ocio y el interés por lo exótico. Es, más modestamente, la trepidante crónica de un aventurero de la fe, de un misionero del XIX, escrita con gran inteligencia y un inusual poder de observación. Sobre todo eso, el libro de Borrow es un documento excepcional sobre aquella hora de España. Una España que, como señala Manuel Azaña en su Nota preliminar, no se interesó sino muy tardíamente por estas memorables páginas.
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