"No contemplo la escritura como venganza, sino como sanación"
Juan Cobos Wilkins. Escritor
El onubense regresa con 'Matar poetas', en el que reivindica la "belleza rebelde, amotinada" y a los autores que desafían al mundo con su mirada
Juan Cobos Wilkins abraza "la belleza insumisa, la belleza rebelde, amotinada" y reivindica a aquellos apóstoles de la causa que se miden con el verso y con la vida "en desigual y apasionado duelo". Lo hace en su nuevo libro, Matar poetas (Fundación José Manuel Lara), otra muestra de la sensibilidad y la sabiduría de un autor que encontró esta vez la inspiración en un grafiti que decía: Matamos poetas. "Y debajo, los dígitos de un teléfono móvil de contacto. (...) Tomas nota del número / y cuidadosamente revisas para corroborar que no haya error".
–¿Qué le intrigó más de esa pintada?
–Lo que más me intrigó fue si yo llamaba o no. Naturalmente, yo llamé. Y, desde entonces, [cita a Santa Teresa y a San Juan de la Cruz] vivo sin vivir en mí, y no sé si tan alta vida o muerte espero... No sé si un día llamarán a mi puerta, y en vez de un ramo de rosas lo que suelten sea una bala. Espero que sea de plata, para, al menos, estar así a la altura de un vampiro.
–Estructura el libro en poemas en verso con los que intenta explicarse algún asunto (la vulnerabilidad, el tiempo perdido, las ausencias) a los que siguen textos en prosa con los que niega esa pretensión de arrojar luz sobre esos temas.
–La realidad que yo quería contar, la realidad de la que hablamos los poetas, es invisible, tiene dos rostros como el dios Jano, y no se me aparecía en una sola forma. Para contemplar esa verdad caleidoscópica no me bastaba una sola mirada, debía partir del sí y del no, del yo y del tú. Entre el negro y el blanco no es que exista un matiz, es que existe Matisse, que era el mago del color...
–De ahí que usted se mueva entre la resignación por las limitaciones de la poesía ("Decir primavera, / y comprender que no cabe en un poema. / Asumirlo") y la certeza de que la escritura es un resarcimiento, quizá una venganza, y el lápiz puede volverse una "espada de Lancelot emergiendo / victoriosa del lago".
–No utilizo la poesía ni la literatura como venganza, porque creo que sería como un bumerán que acaba golpeando el rostro de quien lo lanza. Pero cuando se busca la palabra y ésta aparece, para mí tiene una capacidad sanadora. Lo escribí en un libro, Para qué la poesía, en el que terminaba diciendo que sirve para sanar, para vivir. En eso creo.
–En el último poema remite a versos e imágenes de sus libros anteriores. En su obra, no puede negarse, hay una coherencia, una continuidad.
–Hay fantasmas y mitologías personales que nos acompañan a lo largo de toda la vida, con sucesivos cambios y metamorfosis. En este poemario puedo ver reflejos del primer libro que escribí aunque no fue el primero que publiqué, Espejo de príncipes rebeldes. Ahí reivindicaba la figura de Luzbel como el primer rebelde de la historia: alguien que se mira en el espejo y tiene conciencia de ser uno, por sí mismo, diferente, y se niega a seguir adorando y sirviendo. Eso lo decía en los 80, y en 2019 invento una palabra: hablo del poeta subversívoro, el que se alimenta de versos y es subversivo, perturbador, reivindicativo. Hay gente que me ha dicho que quiere estar en esa resistencia subversívora, rebelándose.
–Cuando define ese término, en el fragmento No intento explicarte el eterno retorno de escribir, dice: "Al poeta le tatúan una roja diana".
–Matar poetas incita a mirar hacia ese pelotón de fusilamiento que en este tiempo convulso nos apunta con los ojos vendados a quienes con los ojos abiertos defendemos de palabra y obra una conciencia ética y estética. Los creadores, pero también los que reciben y aprehenden ese arte, tenemos pintada una diana en la espalda. ¿Y por qué en la espalda? Para que cuando disparen no veamos quién es. ¿Qué podemos hacer? Colocar un espejo retrovisor para que nos recuerde de dónde venimos, quiénes somos, quiénes hicieron el camino con nosotros. Y ese espejo retrovisor, paradójicamente, nos ayudará a ver el futuro. Ahí están, no podían faltar, poetas como Pasolini, Rimbaud, Baudelaire, Burroughs, Kerouac... Cuando terminé el libro, me dije: ¡vaya turba a la que te has apuntado, Cobos Wilkins! [ríe].
–Cernuda lamentaba no haber conocido Italia en su juventud. A usted le ocurre algo similar con la capital francesa. "Yo no tuve veinte años en París. / Yo no quiero ir a París si no es enamorado", asegura.
–Ese es uno de los pocos poemas del libro que podríamos llamar de amor. Espero ir a París con la misma ilusión con la que habría ido a los veinte años. Si hay alguien dispuesto, yo también [ríe].
–En sus versos, la idea del amor se vincula a la eternidad.
–En Biografía impura hay un fragmento, Un poeta duerme sobre la colcha de bodas de sus padres, en el que se dice que el protagonista "recuerda, por amor, que es poeta,/ olvida, por amor, que es mortal". No soy capaz de decirlo con mayor precisión ahora. El amor, en ciertos momentos, nos encandila con el espejismo de la inmortalidad. Pensamos, mientras amamos y somos amados, que el tiempo se detiene, que el mundo deja de girar, o que gira sólo alrededor de nosotros.
–En otro pasaje define a la melancolía como una tenia. Ese parásito, ¿crece inevitablemente con la edad?
–Hay poemas en prosa en los que recurro a un lenguaje científico o médico, como cuando hablo de la llegada del amor. Son textos que pueden parecer fríos pero poseen esa gelidez propia del hielo: pueden acabar quemándote. Yo defino la tenia con minuciosidad, pero acabo diciendo: "Su nombre es tenia, devora desde dentro. Si la acaricias se llamará melancolía". No tengo muy claro si es un estado que se acentúa con la edad. Yo recuerdo, por ejemplo, la profunda melancolía que me provocó la lectura de Peter Pan de Barrie cuando apenas tenía nueve años.
–En varios de los poemas se inspira en fotografías. Retratos de García Lorca, James Dean o la niña vietnamita Kim Phuc aparecen en el libro.
–Preparé para Alianza Editorial una biografía cronológica de Federico García Lorca, un álbum con muchísimas fotos, y gracias a ese proyecto tuve acceso a una cantidad increíble de imágenes. En Matar poetas hablo del último retrato que le hicieron, que me impresionó porque en él Lorca produce una enorme tristeza. Solemos verlo sonriente, pero en esa escena está con un gesto de una hondura abisal, como si presintiera algo, como si dijera: He llegado hasta aquí. Me conmueve también esa foto icónica de James Dean en la que pasea con toda su soledad, perdido, por el bulevar de los sueños rotos. Y la imagen de Kim Phuc representaba algo parecido a matar poetas: esa niña que corre desnuda y abrasada nos habla de matar la inocencia, matar el futuro. Ella quería que se olvidara esa foto, intentó llevar una vida normal y dejar todo eso atrás, pero el gobierno de su país la eligió como símbolo. Me interesaba muchísimo esa contradicción: la que encierra una foto necesaria para que nosotros conozcamos la Historia, pero que al mismo tiempo fue una condena para esa niña.
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