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Encajar y aguantar: una vida

La ex campeona del mundo de boxeo Aya Cissoko escribe con Marie Desplechin sus memorias, el relato de una lucha sin tregua contra las desgracias familiares y la fatalidad.

La ex boxeadora y escritora Aya Cissoko (París, 1978).
Francisco Camero

11 de noviembre 2012 - 05:00

Danbé. Mi lucha por la dignidad. Aya Cissoko y Marie Desplechin. Trad. Andrés Arenas y Enrique Girón. Editorial Ultramarina/Almed. Granada, 2012. 116 páginas. 18 euros.

"Mi vida entera ha sido una lucha constante", confiesa Aya Cissoko, campeona del mundo de boxeo amateur y por encima de todo superviviente embriagada de nobleza; "todo para llegar -continúa- a donde estoy ahora, es decir, a ninguna parte". Y no es, como podría parecer, una constatación nacida de la amargura, sino de la certeza de la pequeñez, la fragilidad y el absurdo que conlleva en última instancia toda existencia, y también de la permanente conciencia del dolor y de la fortaleza para superarlo que tuvo esta mujer inteligente y sensible -según se desprende de la lectura de este libro galardonado en Francia con el Premio Madame Figaro- que rompió por una vez su al parecer férreo hermetismo emocional para compartir con la escritora Marie Desplechin uno de esos relatos catárticos que hacen sentir que ni siquiera el sufrimieto más profundo supera en poder y grandeza a la vida.

La "pequeña epopeya familiar" de Aya Cissoko comienza antes incluso de su propio nacimiento, con su padre emigrando en los años 70 desde Mali a los suburbios de París. En ese ambiente nació una década más tarde esta mujer valiente y fuerte, que tiene ahora, aunque parezca a veces improbable por la acumulación de desgracias y por el excepcional estoicismo con el que es capaz de contemplarlas, tan sólo 34 años. "Nunca me acostumbraré, por muchos años que pasen, a la decepción de la victoria", dice Cissoko en un pasaje del libro, rememorando sus primeras victorias sobre el ring cuando no había cumplido aún ni 10 años, los primeros indicios de que en el boxeo había encontrado su lugar en el mundo, en ese ámbito que parece reservado a la virilidad, aparentemente rudo pero vivido por ella como "una aventura íntima", nunca como "una forma de buscarse la vida", sino como la demostración, "incluso en el dolor", de estar viva.

"Nunca llegué a estar satisfecha", continúa Cissoko, hablando de su paso por los cuadriláteros, en el que acumuló títulos nacionales (de Francia), europeos y mundiales en dos categorías, boxeo francés e inglés, hasta su forzosa retirada, precisamente -desgraciadamente- justo después de ganar su última pelea, en 2006. "Acudo siempre a los combates sin odio y sin rabia. Jamás he tenido un deseo especial de dominar a mi adversario, y, aún menos, de humillarlo o destruirlo (...) No se trata de magnanimidad. Esas victorias me dejan un poco indiferente. La victoria a la que aspiro es una interior, y en la que yo haya dado lo mejor de mí misma. Compensa los sacrificios, los esfuerzos, los dolores".

Habla así no la enésima persona seducida por la literatura pugilística, siempre propicia para la épica, para la metáfora existencial definitiva, sino una cuya autoexigencia, cuyo conocimiento de las cosas que son importantes y las que no, cuya imperturbable serenidad, al menos en estas breves memorias, la aprendió a golpes, uno tras otro. Tenía 8 años cuando perdió a su padre y a uno de sus hermanos, fallecidos a consecuencia de las quemaduras que sufrieron en un incendio en su paupérrimo bloque de viviendas de la banlieu, los miserables dominios -"la cárcel mental", dice Cissoko- de los desheredados del Primer Mundo. El incendio, se supo pronto, fue provocado, no llegó nunca a esclarecerse si por especuladores inmobiliarios, por algún grupúsculo racista o por algún perturbado nihilista. Menos de un año después, una meningitis acabó también con la vida de otro de sus hermanos. Con todo eso tuvo que lidiar mientras su madre padecía un agravamiento de una enfermedad renal que la mandaba al hospital periódicamente durante largas temporadas y sus relaciones con el único hermano vivo se torcían debido al estado de furia y callado resentimiento de una chiquilla entre la niñez y la adolescencia, tentada además no pocas veces por los atajos fáciles -y por supuesto fatales- de la subsistencia en los márgenes de la sociedad.

"Cuando entreno, sobre todo, dejo de pensar. Me dejo la piel por mis familiares ausentes. No escucho nada más que a mi cuerpo, la tensión de mis músculos. Me entreno para controlar el dolor, para traspasar el umbral del dolor. Me gusta el dolor, lo he elegido yo misma", dice más adelante, expresándose en un presente que ya no es más que un recurso de estilo, porque hace tiempo, desde ese último combate en 2006 que le dio su último campeonato mundial, que no puede entregarse a la pasión que durante prácticamente toda su vida hasta ahora le dio sentido a las cosas. En él sufrió una fractura en una vértebra cervical que la dejó al borde de la hemiplejia o la tetraplejia. Se recuperó, pero una negligencia durante la operación -de la que se desentendieron los médicos de la federación francesa de boxeo- le provocó secuelas neurológicas que le impidieron definitivamente enfundarse los guantes.

Fue, hasta la fecha y que se sepa, el último gran revés que encajó esta mujer que en estas páginas parece hecha para aguantarlos sin quejarse en voz alta. Todo esto es lo que cuenta el libro de Cissoko y Desplechin, pero sin patetismo, con un estilo sobrio y siempre contenido emocionalmente, como si a la primera le diera pudor estar contándolo después de tantos años guardándoselo para sí. Y es como si la dura y digna boxeadora, que ahora estudia Ciencias Políticas en el Institut d'Études Politiques de París, a pesar de sus reticencias, hubiera aceptado hacerlo para recordar que no se puede vivir sin hacer las paces con el pasado y con el mundo, pero sobre todo con uno mismo.

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