Elogio de la impureza

La única novela publicada por el veterano crítico judeo-norteamericano Hillel Halkin cuenta la conmovedora historia de un amor perdurable, felizmente alejada de los tópicos sentimentales

El escritor, traductor y crítico Hillel Halkin (Nueva York, 1939) retratado en 2011.
El escritor, traductor y crítico Hillel Halkin (Nueva York, 1939) retratado en 2011.
Ignacio F. Garmendia

23 de marzo 2014 - 05:00

¡Melisande! ¿Qué son los sueños? Hillel Halkin. Trad. Vanesa Casanova. Asteroide. Barcelona, 2014. 264 páginas. 18,95 euros.

No es habitual que un escritor dé a conocer su primera novela a los 73 años, pero ese ha sido el caso del ensayista y crítico neoyorquino Hillel Halkin, traductor del hebreo y del yiddish y residente en Israel desde hace décadas. Menos aún lo es que esa primera novela, publicada por Asteroide dos años después de la edición original, sea una obra no sólo convincente sino por momentos estremecedora, que nos recuerda que las historias de amor no tienen por qué responder a los penosos estereotipos de tantos subproductos ilegibles. A grandes rasgos, ¡Melisande! ¿Qué son los sueños? cuenta las peripecias de tres amigos, dos muchachos y una chica, que se conocen en el instituto y establecen a partir de entonces vínculos muy estrechos, pero la historia, que comienza narrando una suerte de triángulo a lo Jules y Jim -cabe recordar que Roché escribió esa novela, anterior a Dos inglesas y el amor y también su primera, a los 74 años-, avanza hasta centrarse en las relaciones que acaban por unir a dos de ellos.

No puede afirmarse que el contexto evocado en la primera parte, aunque sugerente, sea particularmente novedoso: aventuras en la carretera o viajes a la India, seducción por las filosofías del Oriente, turbulencias asociadas a la caza de brujas o la guerra de Vietnam, excesos no sólo ideológicos de la generación -con sus mártires y supervivientes- que soñó la revolución y abanderó la contracultura. Tampoco lo es la descripción, años después, de las rutinas de los departamentos universitarios o de las vidas ya asentadas de la clase media. Es la forma en que Halkin nos cuenta todo eso -una larga carta donde se hace recuento de lo vivido- la que consigue elevar episodios no excepcionales a la categoría de experiencias reveladoras. Pese a que uno de los protagonistas, Hoo, es profesor de Clásicas y la otra, Melisande o Mellie, dedica su malograda tesis doctoral a Keats, las referencias literarias -entre ellas los versos de Heine que justifican el título- no suenan nada pretenciosas, se inscriben con naturalidad en el discurso de la novela y no aportan ni un gramo de artificio a una trama que rebosa vida por los cuatro costados. Hay en la escritura de Halkin un lirismo, para nada inocuo, que no rehúye llamar a las cosas por su nombre ni evita las realidades ásperas, porque el amor que no se mancha -parece decirnos el autor- no es más que una figuración evanescente.

Con la interpolación de un sorpresivo y excelente pasaje bíblico que confiere humanísima encarnadura a la pregunta capciosa de los saduceos, cuando para negar la resurrección le plantearon al Maestro con quién estaría en la otra vida una mujer que hubiera enviudado de siete maridos -todos hermanos y casados con ella en sucesivas nupcias, en virtud de la ley mosaica que instituía dicha obligación a las viudas que no hubieran tenido descendencia-, Halkin avanza el drama de la infertilidad que tratará a continuación en páginas duras, como lo fueron antes las dedicadas al aborto o después a la infidelidad, donde se reflejan los miedos, las inseguridades, los sentimientos de culpa, sin mensajes encubiertos ni contaminaciones de ninguna clase, de manera recia, comprensiva y honesta. La sutileza del narrador se muestra asimismo en ciertas reiteraciones -los propios versos de Heine o el episodio del estanque de aguas heladas, que tiene el valor de una epifanía- y cuando refiere, por boca del autor de la carta o de su destinataria, historias alusivas a las relaciones entre ellos, como en la escena del juego de la guerra mundial -alianzas, ofensivas, contraataques- o en el cuento de la princesa cautiva que huye del castillo y se une a dos peregrinos sin saber adónde le llevarán sus pasos. También cuando da cuenta de la vida cotidiana de la pareja a partir de las notas, guardadas en los libros de entonces, que testimonian los recados mínimos o las decisiones irreparables.

El alma se hace, sostenía Mellie en su trabajo sobre Keats, no nos llega de un lugar anterior al nacimiento ni tiene otra sustancia que la que sepamos o podamos darle. Todos los hijos, dice Hoo en otro momento, son en cierto sentido adoptados. En el último tramo de la novela, el profesor desmiente a los filósofos neoplatónicos que han sido su objeto de estudio: "Creían que al alma, al alma sabia, le alegraría librarse de su carga. Ignoraban que no tendría consuelo, que siempre penaría por las piernas que la habían sustentado, por los brazos que hacían su trabajo, por la boca que le daba de comer, por los pómulos en los que sentía el viento". En otras palabras, no se puede disociar el espíritu de la carne y el alma sin esta -alma en pena- es un mero espectro, de ahí que el recuerdo del amor pueda ser tan doloroso cuando los cuerpos han perdido el contacto. El final se presenta maravillosamente abierto, pero eso ha quedado claro. La felicidad posible, toda la belleza del mundo, las "mil vidas" potenciales que cabe imaginar, tienen los contornos precisos e insustituibles de la persona amada.

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