Elena Martín Vivaldi en la periferia propia

Claros del bosque

La poeta Elena Medel inicia con esta entrega dedicada a la autora granadina de 'El alma desvelada' una serie semanal donde reivindicará a ocho destacadas escritoras andaluzas.

Martín Vivaldi retratada por Antonio Arabesco. La imagen ilustró la 'Antología' que editó la Universidad de Granada.
Martín Vivaldi retratada por Antonio Arabesco. La imagen ilustró la 'Antología' que editó la Universidad de Granada.
Elena Medel

19 de julio 2015 - 05:00

En los bancos del Bulevar de Granadinos Ilustres, en la Avenida de la Constitución, se sienta una mujer. A la mujer, que entendemos como mujer y al mismo tiempo entendemos igual que un homenaje -ahora comprobarán-, le han colocado el bolso junto a ella y un libro en el regazo -cabizbaja, absorta en la lectura, rehuyendo a quien quiera observarla-, y no un volumen cualquiera sino uno en el que las flores salpican las páginas, de la forma en la que leen -todos lo saben- las mujeres. Junto a la estatua de Elena Martín Vivaldi, el nombre de la mujer del bolso y del libro y de las flores sobre el papel, a unos metros, espera también al paseante la estatua de Federico García Lorca; él sin bolso y sin flores, mirando al frente, con más fotografías.

El banco de Lorca actúa como centro -no geográfico, sí sentimental- de ese bulevar, y sitúa a Elena Martín Vivaldi en las afueras. Un lugar al que terminó acostumbrándose, por mucho que a finales de los años cincuenta escribiera en el libro Cumplida soledad: "Jugaremos a las cuatro esquinas./ (…) A las cuatro pediremos lumbre,/ y en el centro de las cuatro, yo". No nos referimos a esas "cuatro esquinas" para explicarnos sus ausencias, sino que pensaremos en cinco circunstancias lejos de ese "centro" -lejos de esos focos de atención- que construyeron la periferia propia de Elena Martín Vivaldi.

La biografía de Elena Martín Vivaldi abarca el siglo XX: no se trata de una mera cuestión de cifras, de nacer en 1907 y morir en 1998 -siempre en Granada-, sino que recordar cuanto vivió nos permite recordar al mismo tiempo nuestra historia. Hija de José Martín Barrales -ginecólogo, primer alcalde republicano de Granada, más tarde presidente de la Diputación- y Elena Vivaldi Romero, la futura poeta vive una infancia atípica para su época, quizá ya no tanto para su clase social: el padre, admirado por la inteligencia de la hija, decide enfrentarse a las normas y apostar por su formación. Elena Martín Vivaldi no se educará para diluirse en la familia, sino para ser por sí misma: aprueba el bachillerato -sólo asiste al instituto, masculino, para examinarse-, se diploma en Magisterio y amplía estudios en la Facultad de Filosofía y Letras.

Con la Guerra Civil muere su padre, y Elena Martín Vivaldi -que ya tiene treinta años, y esboza sus primeros versos- gana por oposición una plaza como archivera en Huelva. Inaugura así su tránsito por distintas ciudades andaluzas: la poeta, que centra sus ratos libres en la lectura y en la escritura, vive durante unos años en Osuna como profesora de latín, trabaja en el Archivo de Indias de Sevilla y vuelve a Granada en 1948, donde conseguirá una plaza en la biblioteca de las facultades de Medicina y Farmacia, que dirigirá.

Elena Martín Vivaldi regresa a Granada ya como poeta. Como poeta con conciencia de su entorno, y con conciencia de su tradición: escucha a los poetas andaluces de la desnudez y la esencia, los despojados poemas de amor de Gustavo Adolfo Bécquer y las reflexiones nucleares de Juan Ramón Jiménez, y de forma inevitable ha leído y ha admirado a casi coetáneos como Alberti o Cernuda, y así sonará "la constante/ aldaba de amor sobre mi pecho". Logra editar su primer libro, Escalera de luna (1945), en torno a los treinta años; se enfrenta a la poesía en soledad, lejos de los círculos que articularán la poesía de la primera posguerra, por mucho que asista a algunos debates y ceda sus textos para revistas.

El sitio donde escribe y el sitio desde el que escribe, las fechas de su bibliografía o las circunstancias de su biografía definirán estas varias periferias de Martín Vivaldi. No importa que su debut muestre una voz que es firme y que servirá como punto de partida a obras posteriores, no importa que las constantes de su discurso -el decir clásico y claro al mismo tiempo, buscando el zarandeo y la comunicación, y el desamor y el encuentro con una misma y la naturaleza que refleja la emoción como temas- se desarrollen en los poemas iniciales: Martín Vivaldi no está.

No está en Madrid ni en Barcelona ni en Sevilla ni en Málaga, cuatro ciudades de intensa actividad literaria en sus inicios, sino en Granada: se le aprecia por su amor a los libros, por sus entusiastas y sabias recomendaciones literarias, asiste de vez en cuando al Café Granada de su ciudad y viaja para acompañar al grupo Versos al Aire Libre, pero no está. Está en la escritura: en los cincuenta publica El alma desvelada (1953) y el simbólico Cumplida soledad (1958), e inaugurará su ritmo de dos poemarios por década hasta la de los ochenta, ya jubilada, cuando sume a sus dos entregas habituales la edición en Silene -en Granada, una vez más- de su obra reunida, Tiempo a la orilla.

Con este título, ella misma se sitúa: a la orilla, en el margen, lejos del rumbo habitual y poderoso. En sus primeros años granadinos fuma, viste con pantalones, acude a los bares para hablar sobre literatura con sus colegas -todos en masculino-, vive sola -el desengaño amoroso que atraviesa su escritura le empuja a decidir que no se casará ni tendrá hijos- y gana un sueldo que le permite ser independiente. Esto ocurre en un país en blanco y negro, en una ciudad muy lejana a aquella que le rendirá tributo en el Bulevar de Granadinos Ilustres, años antes de que falleciera junto a un libro de Virginia Woolf; esto ocurre, también, a una mujer perteneciente a una familia vinculada a la República. Fuera de la geografía, fuera de cierta sociedad, fuera de la ideología: tres heridas que duelen al leer versos como ese "elenamente triste", ese "elenísimamente desesperada y triste", con los que se definió esta mujer anticipada.

Porque Elena Martín Vivaldi adelantó el reloj para algunas decisiones, pero su relación con la poesía -parsimoniosa y demorada, atendiendo a lo importante: pensar, corregir- la dejó fuera de la cronología y fuera del canon. Demasiado joven para la Generación del 27, algo mayor para la Generación del 36 -nació tres años antes de Miguel Hernández o Luis Rosales, se anticipó en nueve a Susana March-, incorporada tarde al mundo literario, quizá un olvido marque su propio olvido: no está en la antología Poesía femenina española 1939-1950, que editó Bruguera en 1967, y en la que Carmen Conde seleccionó a las poetas fundamentales de ese periodo. Martín Vivaldi apenas había publicado su ópera prima por entonces, pero Conde no la conoce o no la considera, y su poesía no figura en ese libro importante en su época, ajeno hoy a los lectores y útil para quienes fijan los nombres que se inscriben en la historia. Los poetas granadinos de las generaciones siguientes leerán a Elena Martín Vivaldi, favorecerán que se publiquen sus poemas a nivel nacional -la antología Las ventanas iluminadas, al cuidado de Luis García Montero y Rafael Juárez, vio la luz en Hiperión en 1997-, organizarán congresos y homenajes en su centenario, y aún así no se situará en el lugar que le corresponde a Elena Martín Vivaldi: la mujer que espera en el bulevar, la mujer que quizá no estuviera, pero sí que fue.

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