Edward Hopper, pintor de la vida moderna

En la índole narrativa de su obra, en la capacidad para plasmar historias enigmáticas, radica la maestría del norteamericano

'Habitación en Nueva York', óleo sobre lienzo de 1932, una de las pinturas que se expone en el Thyssen.
'Habitación en Nueva York', óleo sobre lienzo de 1932, una de las pinturas que se expone en el Thyssen.
Juan Bosco Díaz-Urmeneta

13 de agosto 2012 - 05:00

En 1946, Edward Hopper fue seleccionado por el Museo Whitney para la muestra que reunía las obras más destacadas del año a juicio de la entidad. En la exposición había cuadros de Mark Tobey y Jackson Pollock. Estos autores centraron la atención de Clement Greenberg, crítico cuyos escritos consagrarían más tarde la obra de los pintores abstractos de Nueva York. Pese a la admiración que le inspiraba Pollock, Greenberg dedica un párrafo final a Hopper. Le interesa su obra porque, aunque su modo de pintar es pobre y su composición rudimentaria, tiene una certera visión de la vida americana. Hopper, concluye, es un mal pintor pero si fuera mejor, quizá no sería tan buen artista.

La opinión de Greenberg sitúa perfectamente a este solitario artista. Ganado desde su primera estancia en París, a inicios del siglo XX, por la estética moderna, intentó ver desde ese prisma la sociedad americana. Quizá por eso evitó el costumbrismo pintoresco de Thomas Hart Benton, sin suscribir por ello el realismo crítico, social, de Ben Shahn. No compartió ni entendió la abstracción pero tampoco se sintió cómodo entre los pintores realistas que denunciaron, hacia 1950, la preferencia del MoMA por Still, Pollock o Rothko.

Hopper no es un pintor técnicamente maduro. Basta repasar sus marinas y algunos paisajes no urbanos para convencerse. Pero posee una atractiva mirada, cercana a la del fotógrafo. En su comentario, Greenberg lo compara con Walker Evans. Es un acierto. Un grabado de 1921, Sombras nocturnas, recoge desde arriba una solitaria calle de un modo muy cercano a Calle adoquinada, foto de Evans fechada en 1929, y los dos enamorados de otro grabado, Noche en el tren elevado (1918), tienen el mismo aire anónimo que los Pasajeros del metro de Nueva York fotografiados por Evans en los años treinta.

Este paralelo no es casual. Hopper captó pronto qué significaba la modernidad. Un cuadro de 1906, Escalera en el 48 de la Rue Lille, París, es, más que un interior, un trozo de ciudad, y el hombre y la mujer de Habitación en Nueva York (1932) -donde el marco de la ventana duplica el rectángulo del cuadro- distan de ser tipos sociales, propios del costumbrismo: son individuos que, como los Bebedores de absenta de Degas, muestran su identidad problemática sin dejar por ello de ser anónimos. Buena parte del atractivo de estas obras nace de su índole narrativa. Pero también en este aspecto hay en Hopper un rasgo de modernidad porque, a diferencia de los murales urbanos de Benton, las obras de Hopper no son crónicas sino fragmentos de una historia enigmática. Una estación de servicio puede resultar inquietante (Gasolina, 1940) y una empleada en su trabajo, alimentar sueños eróticos (Oficina en Nueva York, 1962).

Esta capacidad para suscitar historias posibles sin llegar a completarlas es desde luego un rasgo de lo moderno. Es característico de una sociedad que es libre (porque en ella no hay castas ni jerarquías rígidas) pero que está cruzada por la incertidumbre. Baudelaire pudo por ello hacer del encuentro inesperado (dichoso o amenazador) elemento esencial de su poética. Pero en la narrativa de los cuadros de Hopper hay algo más: está muy cerca del cine. Cercanía que también se advierte en sus paisajes urbanos (fragmentos de edificios que recuerdan a encuadres: Desde el puente de Williamsburg, 1928; Casa al anochecer, 1935) y en el empleo de la luz que exagera de modo que remite al uso de la iluminación en el cine. Véase, por ejemplo, Reunión nocturna (1949): las tres figuras, dos hombres y una mujer, se recortan ante una pared vacía fuertemente iluminada por la cruda luz que entra por el ventanal.

Este plano vacío de fondo es un recurso compositivo frecuente: lo vemos en Oficina de noche (1940), en el monumental Habitación de Hotel (1931) y en su excelente autorretrato (1925-30). Pero tal plano vacío, además de conectar con el cine y la fotografía, apunta a una convicción moral: la dignidad del individuo y a la vez su debilidad. Ya he dicho que Hopper nada tiene que ver con un arte comprometido socialmente. Es ante todo un liberal. Critica las medidas protectoras del New Deal impulsado por Roosevelt porque teme el poder del Estado. Su liberalismo no lo inspira el dogma del mercado, sino su visión del individuo cuya fragilidad lo convierte en fácil víctima de cualquier poder. Se ha insistido en la soledad de los personajes de Hopper hasta convertirla en mito. Creo que no es ese su tema central sino una consecuencia de su idea de individuo, en la que confluyen la entereza de quien puede ordenar libremente su vida y la fragilidad de quien puede perderla. Fácilmente se la quitarán quienes sólo miran el beneficio económico o ejercen la autoridad de manera dogmática.

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