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Sevilla, preparada para la Carrera Nocturna

Dominio patriarcal y (sin)razón de Estado

La violencia atravesaba como una espina dorsal las sociedades europeas del Antiguo Régimen; ahora el profesor Sánchez-Cid estudia la ejercida en particular contra las mujeres en la Sevilla del Siglo de Oro.

'Vieja hilandera', de Bartolomé Esteban Murillo.
Jaime García Bernal

25 de abril 2012 - 05:00

La violencia contra la mujer en la Sevilla del Siglo de Oro (1569-1626). Francisco Javier Sánchez-Cid. Universidad de Sevilla, 2012. 286 págs. 21 euros

La violencia atravesaba como una espina dorsal las sociedades europeas del Antiguo Régimen. Violencia estamental, resistencia política, contestaciones sociales, tensiones militares, y esto sin olvidar las coerciones morales y las formas de violencia institucionalizada que sostenían el orden social armado con las razones de la teología moral y de la jurisprudencia. Una agresividad que hoy nos resultaría insoportable pero que en el Siglo de Oro impregnaba los comportamientos cotidianos. La ejercida contra la mujer, que estudia Francisco Javier Sánchez-Cid, catedrático de Enseñanza Secundaria, ha recibido no poca atención en los últimos años. Está suficientemente demostrada la limitada capacidad jurídica que las leyes de entonces atribuían a la mujer casada y a la que permanecía bajo tutela paterna, pero hay un debate abierto sobre las posibilidades que retenía la mujer maltratada (y sobre todo sus parientes) para interponer una demanda ante los tribunales civiles y los eclesiásticos.

Aunque nadie discute el peso aplastante que ejercía la ideología patriarcal sobre la mujer convertida en depositaria del honor familiar y, por tanto, sometida a la doble presión (doméstica y pública) de conservar su honestidad, se estudian las estrategias de reparación de la deshonra, complejo juego de intereses en el que había que satisfacer la demanda de los agraviados sin poner en discusión el principio de autoridad del marido; modelo construido sobre la preservación de la unidad conyugal y no sobre el derecho individual de la mujer (incluido el de su propio cuerpo) como ocurre hoy día.

El trabajo de Sánchez-Cid perfila y clarifica los sinuosos recorridos de estas prácticas de negociación que trataban de suturar la herida abierta de la deshonra, pero no olvida otras formas de violencia doméstica derivadas de la extralimitación en el ejercicio del dominio del marido sobre la esposa que consentía el orden jurídico, ni tampoco ignora las injurias públicas que recibían las mujeres que en ocasiones traspasaban la frontera hacia el daño corporal o el homicidio. Una muestra de 248 perdones concedidos por delitos cometidos contra mujeres en Sevilla y su entorno entre 1569 y 1626 constituye la sólida base documental sobre la que se sostiene este estudio. Las escrituras de perdón o desestimiento de querella son documentos concedidos por el ofendido (en este caso la ofendida y comúnmente su familia) ante escribano público por el cual eximen de su culpa al imputado solicitando al tribunal que instruye la causa el sobreseimiento del caso.

Son, por tanto documentos privados en los que se expresan motivos y razones de ambas partes que van acompañados de pliegos de condiciones impuestas, obligaciones de perdón y fianzas de los agraviados. Ofrecen una imagen muy completa de la situación y, en ocasiones, verdaderas historias de vida de las afectadas. Completan y matizan la imagen que teníamos sobre estos mismos delitos derivada de los estudios basados en procesos de tribunales reales y eclesiásticos (Mantecón para Castilla, Usunáriz sobre Navarra, los de Hardwick sobre los litigios de separación de Nantes y los de Leneman, aunque en cronología posterior, sobre el tribunal del consistorio de Escocia), corroborando tendencias de largo alcance como la importancia de la gradación de las acciones punitivas y la progresiva incorporación de la Monarquía en las causas de estos delitos con independencia de las partes. Y todo ello exhibiendo una finura interpretativa de las cartas de perdón nada habitual, que el autor sabe combinar oportunamente con el discurso jurídico y el literario, lo que sin duda agradecerá el lector.

El inventario de las formas de violencia contra la mujer que propone el libro de Sánchez-Cid se estructura como una pirámide firmemente arquitrabada que partiendo de la fuerza de la moral y la costumbre, legitimada por la ley y las instituciones represoras, recorre los arrabales de la violencia grupal y marginal para alcanzar el núcleo duro de la "violencia interpersonal contra la mujer" donde se centra el estudio. Los delitos de estupro (que constituyen el 42% de las escrituras estudiadas) afectan a muchachas muy jóvenes que trabajan como criadas en casas particulares, o bien a doncellas que confiaron en promesa de matrimonio luego incumplida por artesanos, comerciantes, escribanos y hasta caballeros de abolengo.

La frontera entre la coacción, el engaño y el consentimiento no es fácil de establecer. Pero el precio de la honra está por encima de la protección de la mujer y los desestimientos se pagan en función de la calidad del linaje de la damnificada. Esta misma lógica que prima el bien jurídico tutelado sobre el derecho personal de la agredida explica que los perdones por violaciones sean escasos pues la gravedad del delito (en el que es evidente la violencia y hasta el secuestro) no ofrece opciones a la familia infamada. Perdones por malos tratos, humillaciones y ofensas de parientes y vecinos sí fueron frecuentes (un 14% de la muestra), casi tantos como los derivados de atentados contra la integridad física de la mujer que se producían en plazas, calles y mesones.

Los insultos e injurias, más frecuentes en la mujer desprotegida, podían derivar en daño corporal, aunque raramente en el homicidio (mucho más frecuente entre hombres). Sí fue y demasiado frecuente la tragedia del uxoricidio de puertas a dentro cuyas penas resultan escandalosas por lo moderadas frente a las condenas mucho más duras que recibe el rapto, la violación, incluso las agresiones en público. Es evidente, como señala el autor, que el estado absolutista no consiente el quebrantamiento del orden social que es duramente castigado mientras admite atenuantes en los delitos privados cuya víctima fue la mujer que siempre hubo de conformarse con el arreglo entre linajes. La categoría social de la infamada y la necesidad perentoria de recursos de su familia determinarán casi siempre el precio del honor sin que poco importase la libertad de la víctima.

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