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Dignidad de la literatura

Fallece en Madrid a los 67 años el crítico y escritor sevillano Miguel García-Posada

El crítico, escritor y filólogo sevillano, durante una conferencia que impartió en Córdoba en 2008.
Ignacio F. Garmendia

19 de enero 2012 - 05:00

Hacía años que estaba enfermo y últimamente se había retirado de la profesión, pero durante décadas Miguel García-Posada (Sevilla, 1944) fue una de las referencias mayores de la crítica literaria nacional, participó como jurado en los premios más prestigiosos y ejerció el oficio, que él calificaba de "hermoso vicio", en los principales periódicos de Madrid, donde también cultivó el articulismo de opinión y se pronunció, sin paños calientes ni medias tintas, sobre muchas cuestiones comprometidas. Había comenzado su carrera de crítico con colaboraciones esporádicas en la prensa andaluza de los años 60, junto a su buen amigo Julio Manuel de la Rosa, y escribió para otras cabeceras ya desaparecidas, pero el reconocimiento le llegó en plena madurez, cuando aún ejercía como catedrático de enseñanza media. Más adelante, sucedería a Rafael Conte como presidente de la Asociación Española de Críticos Literarios y durante su mandato (1996-2010) impulsó el Premio de la Crítica, defendiendo la literatura de calidad frente a las modas y las estrategias publicitarias.

Era una autoridad en la obra de Lorca, del que editó las Obras completas (1980, 1996) y al que dedicó una tesis doctoral, dirigida por Fernando Lázaro, de la que nació su primer libro, Interpretación de Poeta en Nueva York (1982). Sus memorias y en particular el primer volumen, La quencia (1998), sin duda el mejor de la trilogía, son un valioso testimonio para conocer la intrahistoria literaria de las últimas décadas, pero aportan además una visión nítida y poco complaciente de la ciudad de Sevilla, retratada por los años del franquismo, y de toda una época de la cultura española que queda perfectamente resumida en el título de la segunda entrega, Cuando el aire no es nuestro. Como suele suceder en los autores tardíos, la aparición de La quencia actuó como acicate para otros libros: una apasionada biografía colectiva de la generación del 27, Acelerado sueño (1999), un lúcido ensayo sobre su materia predilecta, El vicio crítico (2001), o un volumen donde recopilaba algunos de sus artículos, De libros y desprestigios (2003). En los últimos años probó fortuna en la narrativa y también retomó la poesía, en la que se había iniciado cuatro décadas atrás, con la publicación de tres poemarios -La lealtad del sueño (2007), Días precarios (2007) e Inclemencias (2008)- en los que se deja ver su absoluta familiaridad con la tradición lírica castellana.

Nadie ama al juez, solía repetir citando a Stendhal, y a lo largo de su dilatada trayectoria se vio envuelto en polémicas que observadas desde la distancia no dejan en buen lugar a sus adversarios, que los tuvo. Atesoraba una jugosa colección de anécdotas de las que no pueden contarse por escrito, pero su tema de conversación permanente era la literatura. Su renuencia a transigir con las propuestas de algunos poderosos espadas o espadachines del Reino, que en España son hasta recibidos en la Academia, lo retrataba como a una persona íntegra que no mercadeaba con su criterio, discutible como todos pero nunca infundado. Tampoco el antiguo director del diario monárquico, con quien compartió felices pesquisas en los años 80, fue generoso con él, que había trabajado mucho y bien en su periódico pero no era hombre contemporizador, obsequioso ni maleable. Enarbolaba, con Ortega y Juan Ramón, la defensa de las minorías, que como dijo el poeta pueden ser inmensas. Vivió para la literatura y por defender su dignidad, sin miedo a que lo tacharan de elitista porque sabía bien que entre nosotros, los españoles, el respeto a la cultura sigue siendo revolucionario.

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