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Diecisiete voces de mujer

'Miradas de mujeres' propone en Mecánica y La Caja China dos nuevas muestras en las que destacan la heterogeneidad y algunas gratas sorpresas

J. Bosco Díaz-Urmeneta Sevilla

28 de abril 2014 - 05:00

El programa Miradas de mujeres cumple una nueva etapa de interés con estas dos exposiciones cuyo principal valor es probablemente la heterogeneidad. Así se aprecia con sólo entrar en la galería Mecánica. Las cuidadas fotografías con que Noelia García Bandera ofrece una pensada aunque algo previsible vanitas contrastan con las pinturas de María José Gallardo cercanas a aforismos conceptistas: hay una Némesis muy del momento porque aquí es la diosa de los impulsos autodestructivos, un corpiño, Romanov, que al erotismo añade la violencia y un inquietante reloj: el espectador inconsciente pensará que está reflejado en un espejo; el caviloso, al ver la esfera invertida, pensará que el reloj en vez de hacer avanzar el tiempo, lo descuenta y esa es la razón por la que su esfera se convierte en diana. Junto a esta suerte de retablo, las fotocomposiciones de María Cañas: a destacar Pepa, no me des tormento, una apretada síntesis de las figuras que Freud atribuía al trabajo del sueño. En cuanto al trabajo de Natalia Latorre (Madrid, 1990), la autora más joven, cabe destacar la estricta y laboriosa ejecución de sus linograbados, con independencia de cuanto pueda haber en ellos de reflexión sobre el fetichismo. En distintos puntos de la sala, el espectador tropezará con las esculturas de Anna Jonsson que hablan de la condición femenina no precisamente con ironía sino más bien con un humor amargo pero inteligente: con él logra crear el distanciamiento suficiente para que nadie aparte la mirada con el pretexto de ser las imágenes demasiado dramáticas.

En La Caja China, la muestra comienza con dos ideas diferentes de arte formal. A los ritmos geométricos de Mercedes de la Gala se oponen las cadencias de forma y color de las cartulinas cortadas de Paz Pérez Ramos. Ambas ideas de abstracción contrastan con la pintura gestual de Ruth Morán en la que el trazo y la materia muestran la fuerza de lo orgánico.

En una clave distinta, los acrílicos, pequeños y silenciosos, de Paloma Benítez que, como un juego de sombras, evocan uno de los mitos que intentaba dar cuenta del origen de la pintura, sólo que en este caso, más que de una ausencia, los cuadros parecen hablar de un lugar habitado con el que el tiempo ha ido forjando vínculos tan sencillos como eficaces. Diferente es la propuesta de Gloria Martín: su trabajo apunta a la no-habitación, al vacío que la guerra o la violencia provocan en el museo.

Hay numerosas y gratas sorpresas. El espectador conoce los dibujos de Julia Llerena, pero tal vez no los de Rinat Izhak, una israelí que completó estudios de bellas artes y arquitectura en Barcelona y acabó trabajando en Sevilla. El dibujo titulado Esperanza plantea con corrección técnica y rigor conceptual una idea que encontramos en Machado, el árbol caído que reverdece. Igualmente hay que mencionar los trabajos de tres jóvenes artistas, dos de ellas pintoras, Ana Barriga y Bea Sánchez, y Susana Ibáñez Macías, cuyos trabajos son más difíciles de clasificar. Ana Barriga (Cádiz, 1984) parece interesada en pintar aquello que no prestándose a la mirada y aun resistiéndose a ella, tiene pese a todo fuerza como imagen. Es un programa sugerente porque exige rastrear esa oscura capacidad que llamamos fantasía. Un programa también arriesgado porque las propuestas se debilitan en cuanto se hagan demasiado evidentes, cosa que no ocurre ciertamente en sus óleos. De Bea Sánchez (Jaén, 1986) cabe decir que es una buscadora de formas. Técnicamente hábil, sus trabajos parecen a veces una reflexión sobre la imagen popular y en otras tienen ecos de imágenes prerrafaélicas. Las dos piezas colgadas en la muestra trabajan sobre todo la relación entre la imagen y texto: invitan al espectador a explorar el territorio indefinido que abren el cuadro, como imagen, y su título, tomado como un breve poema. Finalmente Susana Ibáñez Macías (Sevilla, 1981), que se define a sí misma como "artista, no me queda otra", presenta una pieza (colgada en la trastienda de la galería) que a primera vista es una radiografía pero que el espectador hará bien en examinar con la linterna colocada al efecto para ver qué sorpresas guarda el interior de cualquier hijo de vecino.

La muestra de La Caja China se completa con un breve y correcto paisaje de Lourdes García O'Neill y con dos pinturas de Concha Ibarra que parecen reunir diversos aspectos que han ido apareciendo en la obra de la autora a lo largo de los años: la indagación del espacio, basada en el color y en la geometría, confluye con la exaltación del plano pictórico (y algún recurso tomado en préstamo al cubismo) y con un leve sentido de lo ornamental.

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