Diario de un testigo
Las crónicas del jerezano Enrique Domínguez Rodiño, que cubrió la Primera Guerra Mundial desde todos los frentes del conflicto, recuperan el nombre de un excelente periodista.
LAS PRIMERAS LLAMAS. Enrique Domínguez Rodiño. Prólogo de Eva Díaz Pérez. Renacimiento / Centro de Estudios Andaluces. Sevilla, 2016. 536 páginas. 22 euros.
Como es sabido, la neutralidad de España en la Gran Guerra no impidió que esta tuviera amplio eco en la opinión pública, dividida en función de la simpatía que despertaba uno u otro de los bandos contendientes. En una reciente monografía, 1914. Aliadófilos y germanófilos en la cultura española (Cátedra), Andreu Navarra Ordoño recordaba que la demanda de información se tradujo en una verdadera edad de oro para los periódicos de la península, que multiplicaron sus tiradas y dieron notoriedad a los corresponsales, entre los que había autores ya consagrados -Camba, Azorín, Blasco Ibáñez, Gómez Carrillo, entre muchos otros- o jóvenes que en poco tiempo se convertirían en prestigiosos cronistas. Entre estos últimos figuraban los dos enviados especiales de La Vanguardia, que se permitió el lujo de cubrir la "Guerra Europea" desde la órbita de los dos principales países en liza, enfangados en el infierno del frente occidental: Agustí Calvet, que estrenó entonces su nombre de pluma, Gaziel, y Enrique Domínguez Rodiño. Estrictos coetáneos -habían nacido en 1887 y tenían por lo tanto 27 años en 1914-, ambos llegaron al periodismo por azar, a requerimiento del director del diario de Godó, Miquel del Sants Oliver, que planteó desde el principio una cobertura complementaria. Si a Gaziel el estallido de la contienda le sorprendió en París, adonde se había trasladado gracias a una beca de ampliación de estudios, Domínguez Rodiño, que residía en Bremen, llevaba dos años en Alemania donde trabajaba como asesor comercial. El bloqueo a los puertos lo dejó sin ocupación y en lugar de volverse a España decidió contar lo que veía.
Recientemente, al hilo del centenario, se han recuperado algunos de los libros de crónicas de Gaziel -Diario de un estudiante en París (1915, reeditado por Diëresis) o De París a Monastir (1917, disponible en Asteroide)-, y era de justicia que no quedaran en el olvido los no menos valiosos e igualmente celebrados de su compañero de cabecera. Publicada por Renacimiento con prólogo de Eva Díaz Pérez, que ya se había acercado a la figura de Domínguez Rodiño en una semblanza aparecida en la revista Andalucía en la Historia, la selección recogida en Las primeras llamas reproduce la que dio a conocer el jerezano en el volumen homónimo de 1916, con el subtítulo de Diario de un testigo-cronista de la guerra. No abarca por ello ni todas las que escribió en el primer año ni las que envió después de junio de 1915, pero las más de cuarenta que contiene -desde agosto de 1914- bastan para hacerse una idea del estilo -ágil, ameno, digresivo, a veces irónico- de un corresponsal que trasciende con mucho el mero acopio de datos sobre el terreno. Como señala Eva Díaz, los cronistas españoles de la Gran Guerra fueron precursores en el uso de técnicas narrativas o el manejo desinhibido de la primera persona -es significativo que tanto Gaziel como Domínguez Rodiño, como ya hiciera Alarcón en sus artículos sobre la guerra de África, usaran la palabra diario- y, por otra parte, al margen de la afinidad hacia la causa de los aliados o de los Imperios Centrales, la relativa distancia de los hechos les permitió observar el desastre sin demasiadas anteojeras.
Respecto de otros cronistas, la singularidad de Domínguez Rodiño radica en que atendió, desde una perspectiva moderadamente germanófila -nacida de la admiración confesa hacia la nación alemana, aunque ajena al militarismo del que esta hacía gala-, las razones del bando menos popular entre los escritores e intelectuales, simpatizantes en su mayoría de los aliados y en particular de Francia. Estos eran por lo general -lo explica Navarra Ordoño en el libro citado- mucho más beligerantes en su discurso contra la barbarie prusiana, en tanto que quienes abogaban por Alemania lo hacían sobre todo para defender -desde una posición de proclamada imparcialidad, como el propio Domínguez Rodiño- el buen nombre de un país supuestamente difamado. La propia Alemania, descrita en términos comprensivos y desde dentro de las fronteras del Imperio, en Bremen o Berlín, pero también Italia, Bélgica, Francia, Suiza o Polonia, donde relata los menos conocidos sucesos del frente oriental, son los escenarios de unas crónicas ricas en detalles y reflexiones que se extienden a la retaguardia, a los efectos directos o indirectos de la carnicería. La primera guerra moderna pedía, como dice la prologuista, una escritura moderna, pero tampoco la mirada -estragada de horror- podía ser la misma que antaño, cuando las batallas se adecuaban, al menos en teoría, al código caballeresco. De las trincheras surgió, en palabras de Del Sants Oliver, "un nuevo tipo de cronista, el cronista espiritual de la guerra, que no actúa tanto sobre sus episodios concretos, sobre la descripción minuciosa de los combates, como sobre la repercusión social del estupendo conflicto, es decir, sobre el fondo humano en que se desenvuelve". Ese fondo es lo que otorga a estos textos en principio efímeros un carácter perdurable.
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