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Desesperante, excéntrico, pero nunca aburrido

Ivo Pogorelich, ayer, durante su actuación en el Maestranza.
Andrés Moreno Mengíbar

13 de diciembre 2009 - 05:00

Ivo Pogorelich. Programa: Nocturno op. 55 nº 2 en Mi bemol mayor y Sonata nº 3 en Si menor, op. 58, de F. Chopin; 'Vals Mefisto', de F. Liszt; 'Vals triste', de J. Sibelius y 'Gaspard de la nuit', de M. Ravel. Lugar: Teatro de la Maestranza. Fecha: Sábado, 12 de diciembre. Aforo: Casi lleno.

Pogorelich tiene bien ganada fama de excéntrico y de difícil trato y son numerosas las anécdotas que sobre él corren por el mundillo musical, casi todas referentes a su imprevisible carácter y a su caprichoso enfoque de las obras que interpreta. Y no andan muy erradas las voces a la vista del concierto de anoche. Primer momento de tensión: Pogorelich se queda mirando fijamente a un espectador de primera fila mientras deja colgada la nota de uno de los últimos compases del nocturno de Chopin. Para colmo, parte del público arranca a aplaudir antes de tiempo para claro desagrado del intérprete. Segundo momento crucial: falla una de las últimas teclas superiores del piano y Pogorelich tuerce el gesto para luego sonreír mientras toca repetidas veces la tecla y se asoma al interior del instrumento para manipular la avería. Por menos de eso todos hemos oído que el de Belgrado ha dejado al público plantado y se ha negado a proseguir.

Afortunadamente nada de ello ocurrió y pudimos asistir a uno de los más exasperantes conciertos que recuerdo. Desconcertante, desesperante, incomprensible, si bien no puede uno dejar de asombrarse ante las dotes físicas (¡esas manos!) y técnicas de Pogorelich, capaz de dar al traste con el ya caduco piano del Maestranza. Pero conciertos así son siempre estimulantes, nunca aburren y te obligan a afinar más que nunca el escalpelo crítico para intentar comprender qué es lo que el pianista quiere decirnos.

La primera parte arrancó con el Nocturno op. 55 y parecía empezar por la senda esperada gracias al generoso rubato y a un fraseo que huía de lo amanerado. Pero al poco se notaba que algo no funcionaba, que las líneas melódicas quedaban truncadas y que se iba perdiendo el legato. Todo ello se acentuó con la tercera sonata en la que los planos discursivos se acumulaban y se emborronaban las frases para pasar, en el Largo, a un fraseo lentísimo y desarticulado, sin hilazón ni continuidad, totalmente antichopiniano, como si Pogorelich quisiese desnudar a Chopin del aura romántica y convertirlo en un místico del silencio a lo Scriabin. Desesperante el Vals Mefisto en su fase central, dio paso a un Vals triste que más bien fue tristón y mortecino por su extremada lentitud y su descoyuntado fraseo.

Menos mal que el pianista pareció despertar de su letargo con Ravel, sacando a relucir el sentido del color en Ondina, caer de nuevo en el tiempo detenido (pero aquí eficaz) en La gibet y explotar de manera espectacular en Scarbo, toda una lección de ritmo y de fraseo matizado hasta el detalle en medio del mayor virtuosismo.

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