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Demasiada Filosofía y poca Ópera

Un instante de la representación de la ópera 'Doktor Faust', de Ferruccio Busoni, en el Teatro de la Maestranza
Andrés Moreno Mengíbar

22 de octubre 2008 - 05:00

No siempre los experimentos salen bien. Asumir riesgos tiene estas cosas, que unas veces sale bien la jugada y otras no. Pedro Halffter ha apostado estos años por convertir al Maestranza en el laboratorio de exhumación de óperas germanas desconocidas, al menos en España, y hasta ahora no había cosechado malos resultados, especialmente con el caso Zemlinsky con el que se cerró la pasada temporada.

Pero pienso que con esta ópera de Busoni no ha sido lo mismo. A pesar de que el italo-alemán quiso plasmar en esta su obra póstuma (no entiendo que se haya optado por la versión Jarnach en vez de la Beaumont, mucho más fiel a los deseos de Busoni) toda su supuestamente innovadora estética musical y su visión renovadora de la ópera, la verdad es que el resultado fue un producto frustrado que a menudo más parece un Heidegger en música que una ópera. Lo digo por la aridez del texto y por lo poco atractivo de la escritura vocal, que apenas si levanta el vuelo en un par de pasajes. Eso sí, la escritura orquestal es suntuosa y de una belleza abrumadora, pero ello no basta para armar una ópera ni para soportar más de tres horas de espectáculo.

Nada ayudó a entender el texto la puesta en escena de Mussbach que, como tantas "genialidades" escénicas alemanas, se empeña en ir en contra de lo que indica el texto, añadiendo confusión sobre ininteligibilidad: si Fausto convierte el día en la noche, la escena se ilumina aún más; para nada aparece Helena de Troya y, si al final Fausto muere para que renazca su hijo, el personaje opta por marcharse caminando hacia el fondo sin que aparezca por ningún lado el joven con una flor en la mano que simboliza el eterno retorno. Lo único positivo de la faceta escénica fue la concepción guiñolesca de los personajes, tal y como Busoni pensó esta ópera, y la escena final, de gran impacto visual.

Como era de esperar dada la naturaleza eminentemente sinfónica de esta ópera, Pedro Halffter se explayó en la dimensión más esteticista, más atenta a la belleza del sonido y al impacto sonoro de la partitura. En este sentido, volvió a hacer sonar a la Sinfónica (en la que sólo desentonaron a veces los metales y el solo de violín de la introducción del aria de la Duquesa) con un sonido carnoso y de gran empaste, aunque ello fue en detrimento, casi siempre, de las voces, algunas de las cuales necesitaban precisamente todo lo contrario. Es el caso de Robertson, de corto caudal, nulo brillo y escasa solvencia para resolver las notas superiores. Por el contrario, Brubaker sólo cantó de forte para arriba, excesivamente chillón y sin la sutileza en el fraseo que requiere el personaje. Ferrero estuvo muy por encima de su papel y Mills lució una voz bonita, aunque corta y pequeña. La otrora poderosa voz de Hoelle es ya un simple recuerdo hueco y tremolante. Del coro, bastante mejor las voces masculinas (Intermezzo) que las femeninas.

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