David Hockney: vagabundeos del pintor dominguero

Tiempos de arte. Entrega IV

Sobre el tradicional lienzo o usando soportes tecnológicos, el pintor inglés ha ido sellando cada vez más su complicidad con la naturaleza

'El bosque de Woldgate' (óleo sobre seis lienzos), obra del artista inglés David Hockney (Bradford, 1937).)
'El bosque de Woldgate' (óleo sobre seis lienzos), obra del artista inglés David Hockney (Bradford, 1937). / D. S.
Juan Bosco Díaz-Urmeneta

26 de agosto 2019 - 20:00

En la primavera del año 2004, David Hockney decidió salir, con papel y acuarela, al campo de East Yorkshire. Lo conocía bien. Allí había crecido y, siendo estudiante, trabajó cada verano en él para sacarse un jornal. Después, viviendo ya en California, regresaba un año tras otro a esos parajes. ¿Qué intentaba en 2004? ¿Un ejercicio estilístico o una repetición, esto es, hacer(se) consciente (de) una herencia que de hecho pesaba en él? Sea cual fuere el motivo, sorprende que en plena madurez, un autor, conocedor de la fotografía y admirador de la pintura oriental, regresara al paisaje sin más medios que la mirada, la mano y el gesto, y con el empaque, como él mismo decía, del pintor dominguero.

Hockney conocía bien la fotografía. La usó, como paso previo, en sus retratos. En El parque de las fuentes Vichy (1970) muestra, con ironía, que la perspectiva subtiende a la pintura y a la fotografía. En 1982 aborda un venerable género paisajístico, el panorama, pero las ambiciosas vistas del Gran Cañón no las confía a la pintura sino a la fotografía. El panorama surge de polaroids acumuladas: la exactitud técnica sustituye a la fantasía romántica. En esos mismos años Hockney pinta grandes vistas de parajes californianos. Hay ecos de la pintura oriental y de Gauguin. De la pintura oriental, por ser paisajes del viajero, no del caminante sino del automovilista que cada día va de la casa al estudio. De Gauguin porque son vistas que han sedimentado en la memoria. Endeudados además con la cartografía y el cubismo, estos paisajes construyen audaces espacios, vibrantes de color y formas abstractas.

En 1997 prolonga la estancia anual en Yorkshire. Quiere estar cerca de su madre cuya salud se resiente y de un viejo amigo, también enfermo, Jonathan Silver, que vive en Saltaire, un pueblo industrial victoriano restaurado y conservado por el propio Silver. Hockney lleva al lienzo el camino, casi cotidiano, a Saltaire. Son aún paisajes de automovilista pero los espacios son más acogedores y menos espectaculares, los horizontes más profundos y las formas más familiares y menos abstractas.

'La autopista de la costa del Pacífico y Santa Mónica'.
'La autopista de la costa del Pacífico y Santa Mónica'. / D. S.

Esas obras se antojan un precedente de las de 2004. No un prólogo sino un acicate para medirse con parajes que, siendo pasados, no han perdido por ello su aguijón. Quizá por eso empieza con la acuarela: un medio directo que no permite ocultar el error y facilita encuentros transparentes con el entorno. En esas acuarelas y en los primeros óleos hay fórmulas tomadas en préstamo de Van Gogh o Monet. Son la excepción. Hockney pronto selecciona parajes, persigue caminos orillados de árboles que el verano convierte en túneles, espía momentos fugaces (la floración del espino, la precaria bruma de la mañana) y en general, transforma entornos sin nombre en lugares habitados. Los cuadros que se suceden no son un diario del pintor ni un archivo de vistas de Yorkshire. Son las marcas de una acción que va convirtiendo fragmentos naturales en mundos.

Este afán va a plantear al pintor dominguero nuevos retos. Uno de ellos, la escala: ¿cómo dar cuenta de los grandes espacios naturales? El otro, el lento compás de los ciclos de la naturaleza, un tiempo casi inasible.

'Llegada de la primavera a Woldgate' (dibujo en iPad impreso en papel).
'Llegada de la primavera a Woldgate' (dibujo en iPad impreso en papel). / D. S.

La exigencia de formatos acordes a la escala natural provoca que el lienzo, soporte inicial de un solo paisaje, se convierta en componente de un díptico y después, en un módulo de los muchos que forman la obra. Casi insensiblemente se multiplican los módulos y crece el formato hasta el enorme Grandes árboles cerca de Warter, que expuso la British Academy y conserva la Tate Britain. Los casi cinco metros de altura por más de 12 de ancho resultan de cincuenta lienzos, cada uno de tamaño equivalente a los de los primeros paisajes. Todas las piezas del gran puzle se han pintado del natural pero para acomodarlas correctamente Hockney recurre a la tecnología: un escáner y un programa de imagen aseguran la ambiciosa totalidad.

En cuanto a los ciclos, Hockney descubre un soporte que evita el caballete, el lienzo o el papel, y la consiguiente preparación. Es el iPad. Sale con él cada día, en él dibuja, envía la imagen a una impresora que revisará cuidadosamente. No es un proceso mecánico. Hay que controlar la pantalla, como antes el cobre o la piedra litográfica, y las tintas, y regular la impresora como antes se hacía con el papel y el tórculo. Cambia el soporte pero no la actitud: de los itinerarios de cada día surgen los cincuenta papeles de formato medio (144,1 x 108 cm.) que recogen, en 2011, La llegada de la primavera en Woldgate.

En ambos casos el recurso a la tecnología, necesario sin duda, no evita, sin embargo, el vagabundeo con el que el pintor ha ido sellando poco a poco su complicidad con la naturaleza.

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