Alba Molina | crítica
No lo es ni pretende serlo
El conocimiento del escritor. Sobre la literatura, la verdad y la vida. Jacques Bouveresse. Ediciones del subsuelo, Barcelona, 2013. 20 euros.
Como buen experto en Wittgenstein, el profesor emérito Jacques Bouveresse decide escribir sobre estética y ética como enseñara el filósofo: colocando ideas unas junto a otras. Así, comparando, se muestran las rimas, los conflictos; se aprende en definitiva. Cada apunte, cada pequeño capítulo de El conocimiento del escritor, viene encabezado por los nombres que van a ponerse en juego en riguroso orden: Martha Nussbaum-Musil-Rancière o Musil-Martha Nussbaum-Orwell o Proust-Pavel-Musil o Iris Murdoch-Martha Nussbaum o Wittgenstein-Iris Murdoch-Putnam. Permutaciones de filósofos, escritores y pensadores mediante las que Bouveresse, con todas las precauciones posibles y asumida la interdicción wittgensteiniana de no decir demasiado, se adentra en un terreno que sabe embarrado, el de las verdades que encierra el arte, el del conocimiento moral que puede proporcionar la literatura. Y detrás de todo ello, como motor, la iluminación, la pista que revelaba el comportamiento del famoso filósofo austriaco cuando acudía a las novelas populares o al western y no a los tratados de filosofía moral en busca de indicios acerca de cómo vivir.
Es este un libro dinámico y musical -basado en movimientos circulares y espirales, repeticiones, estribillos y contrapuntos- que mide sus palabras, pues la tarea autoimpuesta, como decimos, no es sencilla; la propia de las ampliaciones, de las superaciones incluso. Bouveresse necesita ir más allá, soltarse de la mano, trascender la filosofía analítica y su cirugía esclarecedora, rebasar las lindes de los estructuralismos y formalismos, para los que los textos sólo se refieren a ellos mismos y a otros textos, y preguntarse por la dimensión práctica de la literatura, por el conocimiento de la vida que transmite -un conocimiento que sabemos vivo y presente en las grandes obras literarias y que no palidece ante el hecho de que no pueda rivalizar con el proposicional de la ciencia-, y que no hay que confundir con los sermones moralistas que suelen adherirse con pegamento a las malas letras. Si Descombes censuraba que los filósofos ya no leyeran novelas, Bouveresse, que sabe del descrédito que persigue desde hace tiempo a las concepciones humanistas, le recoge el guante y, en el umbral donde las disciplinas se entrecruzan, se propone hablar un poco de las novelas que ha leído, de las que ha aprendido filosofía y también a mirar y a ver justo de esa forma que la vida real no nos enseña, y de las que se pueden extraer saberes morales, lecciones insustituibles de pensamiento práctico. La literatura, para quien así piensa, no sólo supone una extensión de la vida en horizontal, sino sobre todo, como viera otra austriaca y wittgensteiniana, Ingeborg Bachmann, en vertical, pues no hace sino profundizar en ella, revelarla, subirla a esos zancos de los que hablara Marcel Proust al final de El tiempo recobrado, uno de los escritores, el otro Robert Musil, a los que Bouveresse dedica las páginas más inspiradas del libro.
Fue Wittgenstein quien habló del enseñante, del mediador, como de ese que debe estudiar la "lógica", la "gramática" de las obras de arte. Es así que se aprecian los juegos de lenguaje de las obras, y luego, mediante otro juego, el de la apreciación estética, se puede transmitir lo que se ha comprendido de esos lenguajes, sus conexiones superficiales e íntimas, es decir: se imagina un lenguaje y la forma de vida que se encuentra tras él. Bouveresse no hace en El conocimiento del escritor sino darle vueltas a este abrazo entre estética y ética, ésas que el Tractatus declaró una y la misma cosa (el enigmático "sind Eins" que tanta tinta hizo y aún hace correr), y que los críticos y pensadores suelen suspender al contentarse con la intransitividad y autorreferencialidad de cada lenguaje artístico. Pero las obras de arte, irremplazables, también preservan una dimensión ética, cantera de ejemplos prácticos a partir de los que el lector (o el espectador) aprende a conocerse a sí mismo y a sus semejantes, prueba de que los usos del lenguaje vehiculan un valor, un tipo de verdad que, en contraste con las certezas de la ciencia, no es independiente de la forma que se utiliza para expresarlo. Lo decisivo, como argumentaba Proust y subraya Bouveresse en estas breves y exactas semblanzas de pensamiento, es la calidad del espejo en el que la vida se refleja, y ese reflejo, en las novelas que participan del arte, siempre trae noticias de una creatividad ética. No se trata, evidentemente, de algo que haya que expresar, de una necesidad del decir, sino de lo que la obra puede llegar a mostrar. La novela, de ahí su singularidad y su diferencia con el ensayismo de corte filosófico, no expresa reflexiones, en todo caso, así lo manifestaba Musil -el autor de El hombre sin atributos, el creador de Ulrich, el hombre del "todavía no", siempre atento a los "estados intermedios"-, las encarna en personajes e historias, dirigiéndolas al entendimiento, pero también a la voluntad, a la afectividad, reviviéndolas para que sean fuente de experiencia y no espasmo de pensamiento muerto.
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