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Lección primera: “Un periodista no puede quedar a merced de la primera autoridad que se sienta agraviada por sus escritos”. Miguel Delibes dejó esculpido este principio, esencial en el oficio, en una carta que redactó en defensa de Manuel Fernández Areal, al que en 1964 le hicieron un consejo de guerra en Valladolid por proponer en un artículo la reducción del servicio militar. Entonces estaba en la cima: había sido la cabeza visible de El Norte de Castilla, el periódico en el que entró como dibujante un día extraño de 1941 y que, con intervalos, dirigió en dos ocasiones (primero de forma interina; después con todos los honores) y donde hizo de todo. Entre otras cosas, cobijar y formar a periodistas que después hicieron época, como Manuel Leguineche, César Alonso de los Ríos o Francisco Umbral. Instituciones del periodismo español.
Quisieron ficharlo como primer director de El País. Dijo que no. Su país era Castilla. Y se quedó en Valladolid. Delibes desmiente el viejo tópico que añade el título de periodista a los escritores por el simple hecho de mandar a rotativas algún que otro artículo literario o de ocasión. En su caso el oficio fue una pasión duradera y constante, un vicio deslumbrante para un muchacho que iba para profesor de comercio, que –como se sabe– es una profesión de orden. Todo lo contrario a la idea que los padres –no digamos las madres– tienen del periodismo.
Pisó por primera vez El Norte, que entonces iba ya para centenario, como ilustrador. Cien pesetas al mes. Tuvo suerte y enchufe: era sobrino del editor –Santiago Alba– y primo de un consejero de la empresa. Hilo directo. Acaso por eso el muchacho firmó sus primeros dibujos –que eran sobre fútbol; en realidad él inventó aquello del miedo del portero ante el penalti– con el seudónimo de Max. Un acróstico: M, de Miguel; A, de Ángeles, su novia y la X, fruto de la incógnita que, entonces, suponía su relación.
España era un país miserable recién salido de una guerra atroz. El periódico, de provincias, ejemplo de tradición liberal, cultura agraria y vindicaciones castellanistas. Aún existía Castilla (no la habían dividido y añadido el acompañante autonómico) y la gente otorgaba valor a las palabras. Delibes hizo lo mismo: “En el periodismo provinciano haces de todo. Sueltas la pluma y aprendes a decir mucho en poco espacio”. La síntesis, que, como dijo Paul Valery, es una condición del alma.
El muchacho comenzó a hacer crítica de cine, de libros, a cubrir información local. Se fue haciendo con los rudimentos del oficio. Nadie tenía entonces el periodismo como profesión única. Era ocupación a tiempo parcial con un salario escueto que casi no daba para comer. Sí un falso prestigio añejo, aunque bajo supervisión gubernativa: a Delibes, que hizo los cursos de la Escuela de Periodismo, le dieron en 1944 el carné –número 1.176– que lo habilitaba como cronista. Cuatro años después, la noticia de que había ganado el segundo premio Nadal con La sombra del ciprés es alargada le pilló en la sala de teletipos durante un día de Reyes. Sólo quien está a esa hora y ese día en un periódico puede llamarse de verdad periodista.
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