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Los cuentos -dicen los que saben- no son mitos. No pretenden explicar orígenes ni cartografiar la vida ultraterrena ni darle proteínas a un cuerpo de creencias. Los cuentos no son mitos, pero tienen héroes y heroínas, y hablan del destino, y ayudan a desencriptar -como también hacen los mitos- el mundo que nos rodea. Los cuentos no son mitos, pero sí reúnen, recogidos por casualidad o a conciencia, numerosos elementos míticos. Los umbrales mágicos -el atardecer, la medianoche, las lindes del bosque, los espejos, los cursos de agua-; el héroe simplón; las mujeres sabias y -en general- malvadas y -por supuesto- brujas; amuletos, talismanes, animales totémicos, sincretismo simbólico a raudales.
Ninguno de los cuentos tradicionales puede considerarse exclusivamente de un territorio, pero sí sucede que las historias van sumando a su esqueleto los elementos simbólicos y míticos de un lugar. En este sentido, hay dos cuentos que, en sus versiones más conocidas, no pueden negar la influencia germánica y nórdica. Uno es La bella durmiente. El otro, por supuesto, es Blancanieves: su atmósfera invernal, el añadido de los enanos -que son siete, como lo eran los planetas y metales de la antigüedad-, la inevitable doncella dormida y expectante, todos ellos son elementos que resuenan al norte y centro de Europa.
A lo largo de sus muchas transformaciones, Blancanieves ha venido a ser un cuento de sabrosa simbología. Entre todas las frutas, la protagonista muerde una manzana envenenada -la prohibida fruta de la sabiduría-; los tres colores de cuento, blanco, rojo y negro, son los tres colores del culto matriarcal según Robert Graves. Y está además la importancia del cristal, de los cristales, como elementos de reconocimiento y asunción.
Las tres mujeres del cuento viven limitadas por el cristal y por su propia visión del mundo. La madre está atrapada dentro del marco de la ventana, desde donde suspira y mira al exterior; la madrastra está igualmente limitada por lo que ve en el espejo, no sólo por su propio reflejo -como apunta Maria Tatar- sino también por la realidad que percibe a través de él, como una especie de dama de Shalott.
Blancanieves se encuentra, como ellas, encerrada en los límites de una cárcel de cristal que es, además, un ataúd. No hay reclusión más absoluta. Pero ella será, de las tres, la única que consiga escapar de su total confinamiento. Que Blancanieves sea expuesta en un ataúd de cristal es un gesto que hace referencia tanto al espejo como a la ventana; sólo que, en esta ocasión, ella no es el agente sino el sujeto: los demás son quienes la contemplan, el mundo la mira a ella. Atrapada e inconsciente en su estado de crisálida, será la única que, al levantarse, consiga dejar atrás el marco que la encierra.
Todo el simbolismo de Blancanieves calza a la perfección con lo que se nos relata en el cuento que es, básicamente, una historia de rivalidad femenina cosida bajo parámetros patriarcales. Una historia que nos habla, además, de metamorfosis, sí, pero también de poder, y del lugar que ocupaban mujer y conocimiento.
No era sólo la vanidad lo que movía a la madrastra en su ansia por ser la "más bella del reino", sino la certeza de que en la belleza residía su más valiosa arma de poder. Como bien se nos explicita, una vez pasaba la juventud, ¿qué le quedaba a una mujer que deseara seguir siendo poderosa? La brujería. ¿Qué cualidad suele ir unida a la brujería? La desesperación.
Hay algo en la historia de Blancanieves que, al igual que nos ocurre con Caperucita, nos hace pensar que no es todo como nos cuentan, que hay detalles ocultos que se nos escapan. ¿Por qué, si no, el personaje de la madrastra resulta tan fascinante, por qué parece ella la protagonista?
Tal vez porque la que nos ha llegado es la versión del vencedor. Hay versiones primigenias que abundan en esta idea de la madrastra como "víctima". Blancanieves provoca que la reina sufra un aborto y se gana, a partir de entonces, su odio. En otro de los textos de los Grimm se nos cuenta que el conde y la condesa recogen a una niña perdida en el bosque en mitad del invierno. Mientras que el conde enseguida siente ternura hacia la cría, la condesa la rechaza desde el primer momento, pues ve en ella algo extraño. Decidida a deshacerse de la niña, la manda a recoger rosas al bosque. Perecerá, seguro, porque para sobrevivir "tendría que alimentarse por sí misma, en mitad del frío". Y, sin embargo, la niña sobrevive, sembrando una inquietante sospecha sobre su naturaleza -sospecha de la que Neil Gaiman habla abiertamente en Snow, Glass, Apples-.
Para Sandra Gilbert y Susan Gubar, en The Madwoman in the Attic, la historia refleja una lucha entre dos modelos de mujer. La madrastra, verdadero motor narrativo del cuento, es la creadora, la sabia, la inspiradora, la ejecutora. Un tipo de mujer capaz de valerse por sí misma que era -por supuesto- inaceptable y, por tanto, había de ser estigmatizado.
En las versiones más populares del cuento, tenemos a una protagonista que, frente a la tremenda madrastra, no puede ser más plana: Blancanieves no ha escrito ni una sola línea en su vida. Pasa de un cuidador a otro. No puede estar más castrada. Su único valor reside en llevar a cabo las tareas domésticas- cosa que, para colmo, en la versión Disney, realiza por propia voluntad, sin que nadie se lo pida-.
El mensaje más directo de la historia de Blancanieves viene a decirnos que si eres pura, dulce, dócil y algo lela, el mundo te sonreirá: las bestias del bosque no lamerán tus huesos y la suerte te guiará a un refugio seguro. Tan insípida es la existencia de la neutra Blancanieves que, de hecho, merece extinguirse. Merecer morir y despertar a una vida que será la vida real, en la que ostentará el título de reina de su palacio.
Y la historia empezará de nuevo.
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