La vida arrebatada de los Costus
Arte
Ricardo Carrero, hermano de uno de los dos pintores, recuerda al mítico tándem en el libro 'Juan, Enrique y yo'
La memoria de Ricardo Carrero (Madrid, 1953), testigo privilegiado de la movida madrileña gracias a su hermano Juan, componente junto con Enrique Naya de los Costus, guarda un buen puñado de episodios asombrosos. Una jornada en el rodaje de Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, Carrero, bibliotecario de profesión, se hizo pasar por peluquero para arreglarle el pelo a Almodóvar, que quería estar presentable antes de empezar a grabar pese a que se colocaba detrás de la cámara y no delante. En otra ocasión, durante una fiesta que ofreció con motivo del Carnaval de El Puerto de Santa María, apareció Tino Casal como invitado imprevisto y aquella presencia célebre atrajo a las comparsas y las chirigotas y a tal multitud de curiosos que el anfitrión temió que el suelo se derrumbaría y aquella celebración terminaría en tragedia...
Carrero vuelve a esas vivencias en Juan, Enrique y yo. Mis Costus, un libro que publica Ediciones El Boletín y que su autor presenta hoy martes, a las 20:30, en Sevilla, en la librería Yerma. La obra no busca ser, precisa su creador, una semblanza detallada del tándem ni un completo análisis de su trayectoria, a pesar de que Carrero ha trabajado durante décadas para divulgar el legado artístico que dejaron los pintores. “Es más bien un conjunto de recuerdos de lo que viví con ellos y con otros amigos suyos, como Alaska o el diseñador Manuel Piña, alguien a quien yo adoraba”, señala sobre un texto en el que se ha apoyado en los diarios –“esas agendas que dedican una hoja completa a cada fecha”– que lleva escribiendo desde los 20 años. “Un amigo jesuita me dijo: Apúntalo todo. Seguí su consejo, y hoy lo agradezco, porque mi memoria ya ha empezado a flaquear”.
En las páginas del libro, Ricardo Carrero recrea cómo intuyó que su hermano Juan y Enrique eran pareja, y eso lo animó a revelarle a su familiar que él también era homosexual. “Nunca hasta entonces habíamos hablado del tema, nunca lo habíamos verbalizado”, dice al otro lado del teléfono el autor, que anota sobre ese momento en Juan, Enrique y yo: “Nuestra vida adquirió una nueva dimensión y se convirtió en algo menos trágico y mucho más divertido”.
Fue Fanny McNamara quien rebautizó como las Costus a Juan y Enrique, “que se pasaban el día pintando (...) como si fueran costureras en su labor incesante”. En la casa de la calle Palma, en Madrid, que Umbral definió como “la casa-convento de las estrellas descarriadas”, se inventaría la corriente del Chochonismo Ilustrado, que, relata Carrero en el libro, mezclaba referencias tan dispares como ese chocho que destaca en el léxico de las mujeres gaditanas y la tribu de los Shoshonis, “que lucían tocados y peinados fantásticos en sus cabezas”.
Los Costus dejarían Madrid y se instalarían en la casa de Ricardo en El Puerto de Santa María, pero la convivencia con Enrique, al que Carrero describe como alguien de sensibilidad casi punzante –capaz de entrar en éxtasis ante la Inmaculada de Murillo en el Bellas Artes de Sevilla– y extremadamente inestable, resultó muy difícil. “Yo creo”, explica el superviviente de aquellos tiempos, “que a Enrique, cuando era chico, su padre le pegaba unas palizas brutales por dibujar y por tener pluma. De adulto tenía el carácter deformado”. Juan era la antítesis, un hombre “expansivo, simpático, seguro de sí mismo. Y un bellezón. Mi madre”, evoca Ricardo divertido, “contaba que las visitas venían a casa y me decían: Hola, guapo, y yo, que era un macaco de cuatro años, contestaba: No, señora, el guapo es mi hermano”.
Pero “uno y otro”, prosigue Carrero, “se complementaban. En el proyecto de Costus, Enrique ponía la inteligencia, la brillantez, la parte teórica, y Juan era la comunicación, las relaciones públicas... En la serie del Valle de los Caídos esos fondos de Juan, casi barrocos, aportaban la expresión y el color; Enrique ponía el detalle, la anatomía, el dibujo, la línea...”.
Entre otros episodios, Carrero relata un agotador proceso judicial al que se enfrentaron los Costus después de que le diagnosticaran el sida a Enrique. “Juan había alquilado una casita en Sitges porque llegaba el 92, con las Olimpiadas, y pensaban que por allí les saldría más trabajo. Pero cuando llegaron a la vivienda el propietario había cambiado la cerradura. Les dijo que si vivían allí no podría alquilar la casa a nadie más. Era lo que se pensaba entonces, como que aquello se contagiaba por la saliva o si tocabas a alguien”.
Tras el trágico final de los Costus –Juan se suicidaría un mes después de la muerte de Enrique–, el recuerdo de estos creadores no ha mermado, como refleja el interés que despierta el mural que realizaron para La Vía Láctea y que se expone ahora, restaurado, en la Serrería Belga, en Madrid, o las visitas que atrae El Valle de los Caídos, que se exhibe de forma permanente en el ECCO de Cádiz. El presidente del Gobierno Pedro Sánchez, como narra Carrero al final del libro, visitó en 2019 esta exposición, ejemplo de la audaz belleza de dos pintores únicos.
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