Vino a dejarse la vida
Concierto de Manuel Carrasco en Sevilla
Manuel Carrasco ofreció el viernes una extraordinaria exhibición musical en el Estadio Benito Villamarín, que superó a la que en 2016 en el Estadio Olímpico le valió el Premio Ondas al mejor espectáculo del año. Fue una experiencia inolvidable, que honró el Día de la Música en el que se celebró.
A las diez y media de la noche del viernes todavía asomaba el sol desde Triana y teníamos claridad en el estadio del Betis. Pero Manuel Carrasco, dios de la noche y del día, mandó apagar las luces; las del estadio y la del sol, todas. De pronto reinó la oscuridad absoluta y solo se oyó su voz cantándole a Sevilla, por sevillanas. Cuando se iluminó el escenario ya solo había luz artificial. Manuel, sentado en el respaldo de un banco de madera comenzó a cantar Me dijeron de pequeño acallando las voces que le recibían, aunque solo unos segundos, el tiempo que tardaron en gritar con él el final del estribillo: bajo la luz de la luna; la misma que ya asomaba porque no quería perderse el espectáculo, que en el Día de la Música, estaba rendido al servicio de ella.
Manuel Carrasco comenzó a cantar Yo quiero vivir y en una carrera por el pasillo que partía del escenario y le llevaba hasta la plataforma situada en mitad del público se dejó atrás el miedo, los nervios, y avanzó hacia la ilusión, hacia la emoción, mientras los cañones escupían serpentinas. Se dejó invadir por el vértigo de sentir como manejaba a una multitud a sus pies y se transformó en la bestia escénica tan diferente del cantautor romántico de canciones lentas de sus discos. Enlazó el final de Que nadie calle tu verdad con una exhortación a todas las mujeres, presentes y ausentes, a gritar ¡Vete!; gritárselo a todo aquél que te controla y que no te deja ser libre; a aquél que no entiende que el amor y el respeto van de la mano. Vete, remarcando el grito cada vez con el atronador bombo de la batería y unos cegadores destellos de luz. A quien no te deja ser libre, a quien no te deja vivir; Vete. Y luego, Llámame loco.
Para Mujer de mil batallas apareció en escena el trío de cuerdas más desaprovechado del mundo; en la parte de atrás y con sus instrumentos tapados por los graves de la sección rítmica, solo nos dábamos cuenta de que estaban allí cuando los enfocaban las cámaras y aparecían en las gigantescas pantallas de los lados. Su verso final, contigo estoy, lo repetía el público una y otra vez, como en un eco sin fin, solo roto por el inicio de Ya no, en el que Manuel permaneció mudo y era la multitud la que cantaba. Te veo entre la gente fue un respiro entre tanta intensidad, un momento de recogimiento con el Manuel Carrasco más dispuesto al romanticismo y la sensualidad. Hasta que la guitarra acústica de François Le Goffic comenzó a desgranar los acordes de Uno x uno y de nuevo comenzó a cantar hasta el cemento del estadio, mientras atronaban las palmas por rumbas, que solo callaron cuando a una señal de Manuel los cien mil brazos comenzaron a ondear al viento.
Los músicos se fueron y le dejaron solo en el escenario; un Manuel Carrasco emotivo habló de sus inicios, le dio valor a esta noche recordando aquella otra en que no le dejaban cantar en el Teatro Lope de Vega; ahí le traicionó la turbación y los gritos de ole del estadio le hicieron llorar. Le escuchamos en su faceta más íntima y aflamencada con Menos mal, con Soy afortunado; a solas con su guitarra comenzó también Dispara lentamente y se le fue uniendo el resto de la banda y de sus filas surgió el mejor solo de guitarra de la noche. Roberto Lavella lo comenzó en el escenario y lo terminó pasillo adelante, sumergido entre el gentío. Manuel recitó Me gusta, otra más de la docena de canciones que interpretó de su último disco, ese La cruz del mapa que también le da el nombre a la gira, para entonarla seguidamente con una contundencia extraordinaria.
Después de cantarnos que hay que vivir Siendo uno mismo le cantó también a la desesperanza de la pérdida en Te busco en las estrellas, donde junto a su voz sobresalió el saxo de David Carrasco, su director musical, al que no hace mucho vimos también por aquí con Depedro. Y el estadio se inundó de luces blancas que venían de miles de teléfonos móviles para acompañar los oh oh oooh de No dejes de soñar, tan atronadores como los Tambores de guerra que unidos a los cañones de confeti significaron el primer adiós del cantante. Pero nadie se movió si no era para saltar, los del cubierto césped; o para hacer la ola, los de las gradas.
En la plataforma de mitad del estadio apareció un piano, al que se sentó Manuel para rebozarse de amor en uno de los momentos más tiernos de la noche, entonando Mi única bandera, la canción que le escribió a su hija Chloe. Y no se levantó de allí sin dejarnos antes los aires gaditanos de Yo te vi pasar. Con otro gran solo de saxo contó Amor planetario, que volvió a levantar un mar de brazos, bajados con la segunda despedida. ¿Tenéis ganas de seguir? ¿Pará qué lo preguntas, Manuel, si ya sabías cuál iba a ser la respuesta? Tan solo tú; es lo que sus seguidores querían de él y es el nombre de la canción que él les dio. La presentación de la banda, en la que además de los ya citados estaba Javier Lozano en los teclados; Pepe Curioni, el argentino que aprendió a amar el bajo escuchando a Jaco Pastorius en Weather Report y el chileno Cristian “Chiloé”, que cuando no atruena con su batería aquí lo hace en la banda de los resucitados Tequila, fue otro fallido intento de despedida. Aunque ya sabía Manuel de sobra que se quedaría, porque todavía le quedaba el guiño a Sevilla, la carta de amor, escrita con mucho cariño, que acompañándose solo de su guitarra comenzó asÍ: que no quiero despertarme, que el sueño no tenga prisa. Si antes le habíamos notado aires flamencos, ahora los derrochaba: voy a cantarte esta noche como nadie te cantó… y fue enamorando a los que le escuchaban con sus alusiones al Cachorro y al Gran Poder, a la Piedad del Baratillo, a Lole y Manuel, a la Alameda, a la Velá de Santa Ana; a toda Sevilla: yo nunca te quiero igual, yo te quiero diferente y siempre te quiero más. Y el final todos lo corearon al unísono, porque todos se lo sabían: si tú te vas, yo me quedo en Sevilla hasta el final.
Todavía quedaba por salir Pablo Cebrían, el productor de Manuel Carrasco, para unirse a la banda con una tercera guitarra en el bar de los pesares. Y nadie quería irse todavía. Qué bonito es querer, fundido con los fuegos artificiales sí puso el definitivo punto final a una despedida que se alargaba y se mantuvo mientras Manuel Carrasco dejaba a su audiencia detrás, que no dejaba de gritarle: Sevilla te quiere, Sevilla te quiere, Sevilla te quiere…
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