El salmón, en su Guadiana

Concierto de Andrés Calamaro en Sevilla

Andrés Calamaro, viejo y a ratos controvertido héroe del rock hispano español, actúa este sábado en Fibes dentro de su gira 'Cargar la suerte'

Andrés Calamaro (Buenos Aires, 1961).
Andrés Calamaro (Buenos Aires, 1961). / D. S.
Salvador Gutiérrez Solís

07 de junio 2019 - 06:10

"Siempre seguí la misma dirección, la difícil, la que sigue el salmón, siento llegar al vacío total, de tu mano me voy a soltar". Es el estribillo de la canción más conocida del trabajo más atípico de los muchos que hasta el momento ha ofrecido Andrés Calamaro: El salmón. Canción y álbum, 103 canciones repartidas en 5 CD en la versión española que bien pueden considerarse como un resumen y hasta como una definición de este músico argentino.

Una obra que se caracteriza por el talento, incluso la genialidad, el dominio de la melodía y de los tiempos, pero también por la compulsión –una pizca de improvisación–, el exceso, la irregularidad y el riesgo. Rasgos todos ellos que, si nos detenemos un instante a pensarlo, son los característicos de cualquier creador puro, da igual la disciplina, que defiende su propio e intransferible discurso en todos y cada uno de sus trabajos.

Que Calamaro cuenta con un estilo único, diferente y personal, nadie lo puede discutir. En cierto modo, tal y como les sucede a Los Planetas con el indie, el argentino ha sido referencia muy palpable en multitud de bandas y solistas del pop y rock cantado en español, hasta el punto de convertir su apellido en un adjetivo, para referirnos, de este modo, a canciones calamarianas. Basta escuchar algún tema de Pereza, Leiva, Coti, Sidecars, Los Zigarros, Babasónicos o Bersuit para comprobarlo. Un estilo modelado a lo largo de varias décadas, tanto en solitario como en compañía, siendo Los Abuelos de la Nada y, muy especialmente, los legendarios Los Rodríguez las formaciones más conocidas y destacadas.

El desembarco del argentino en España se produjo, precisamente, con Los Rodríguez, una especie de all stars del rock en español que unió al propio Calamaro con buena parte de Tequila, incluido Ariel Rot, un guitarrista tan brillante como eficiente. Los Rodríguez fue una apuesta extraña y arriesgada en la España de los 90, entregada sin reparo a los guitarrazos de los Pixies, la letanía de Jesus and Mary Chain, la electrónica de Depeche Mode o los primeros efluvios de eso que llamamos indie. Ese era el panorama que se encontró esta banda que fusionaba sonidos de La Movida y Gabinete Caligari, muy especialmente, con el rock porteño.

Pero Los Rodríguez no sólo fueron un grupo que cantaba muy bien, formado por una selección de músicos virtuosos. Fueron mucho más allá, y entre excesos, recelos y fulgor, fueron capaces de ofrecer una colección de canciones deslumbrantes y genuinas que se valían del jazz latino, el flamenco, el tango o el rock. Eternas canciones como A los ojos, Mi enfermedad o Me estás atrapando otra vez, que Calamaro sigue incorporando en sus actuaciones.

Calamaro, en otra imagen promocional de la gira 'Cargar la suerte'.
Calamaro, en otra imagen promocional de la gira 'Cargar la suerte'. / Thomas Canet

Tras la disolución de Los Rodríguez, Calamaro retoma su carrera en solitario con los dos álbumes que, muy posiblemente, conforman hasta el momento su Everest creativo: Alta suciedad (1997) y Honestidad brutal (1999). Dos obras redondas, sinceras hasta la desnudez más profunda e íntima, emotivas y desgarradoras. A ratos Dylan, a ratos Waits, a ratos Lennon o McCartney, a ratos Páez, Sabina o Urrutia, construye un universo de desolación, desamor, soledad e incendios, que plasma en una treintena de canciones que conforman su verdadero e incombustible tesoro musical.

En los últimos años, como viene sucediendo desde hace varias décadas en el mundo anglosajón, estamos asistiendo a un fenómeno que era inédito en nuestro país, tal vez como consecuencia de que el rock no formara parte de nuestro hábitat cultural hasta mucho tiempo después: los rockeros envejecen a la vez que nosotros. Sí, ya no los consideramos como una expresión mera y exclusivamente juvenil. Les admitimos las canas y hasta el andador. Obviamente, no todos los artistas soportan del mismo modo el paso del tiempo, sólo aquellos que cuentan con músculo y, sobre todo, con una obra rotunda y sólida sobre la que apoyarse.

Bunbury, Manolo García y el propio Calamaro son tres magníficos ejemplos de rockeros que están envejeciendo al mismo tiempo que sus seguidores, consiguiendo incluso captar nuevo público en las siguientes generaciones. La habilidad de estos tres artistas, gustos aparte, radica en que cuentan con un ramillete de canciones que soportan el paso del tiempo con pasmosa y hasta irreverente facilidad.

Los conciertos de Andrés Calamaro de su última y madura época se acogen a esta premisa. En el que este sábado ofrecerá Sevilla, en el Auditorio de Fibes, y si sigue manteniendo el repertorio de sus actuaciones más recientes, es un guiño –cuando no un abrazo– a sus seguidores de siempre, un ajuste de cuentas con su pasado y sus obsesiones y un querer exhibir su vigor actual, acudiendo a su cancionero más reciente.

El propio Calamaro se ha referido a la importancia que le ha concedido a su faceta como cantor en los últimos años, algo que es visible en sus actuaciones. Aunque eso suponga que disfrutemos menos del Calamaro teclista, faceta en la que destaca sobremanera. Como los grandes, y Calamaro lo es, uno de los más grandes en español, sus conciertos siguen emocionando, hasta las lágrimas en ocasiones. He de reconocer que escuchar en directo Paloma, la que considero su gran canción, me sigue empañando las gafas, y lo mismo me sucede con Flaca, Crímenes perfectos o Estadio Azteca que, con toda probabilidad, volverá a interpretar en esta visita a Sevilla.

Como el salmón de su canción, Calamaro ha seguido siempre la misma dirección, contra la corriente en demasiadas ocasiones, dejándose llevar de vez en cuando, especialmente en los últimos tiempos, pero siempre recorriendo su particular Guadiana, que, como el otro río, como el verdadero, a ratos es caudaloso y a ratos casi no se aprecia en la superficie. Pero, ah, cuando asoma: pocos ríos tan brillantes, emotivos y luminosos.

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