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La biografía de Concha Lagos es la bibliografía de Gabriel Celaya, de José Hierro, de José Agustín Goytisolo, de Francisco Umbral. La biografía que conocemos de Concha Lagos la forjaron los poetas de la posguerra; los poetas de los años cincuenta y de los años sesenta, las décadas en las que funcionaron los proyectos que se apellidaron Ágora. "Me gustaría saber cómo va tu poesía, cómo va tu revista, cómo va la colección: ¡mujer de triple esfuerzo heroico!", le pidió su amigo José Ángel Valente desde Ginebra.
Haré trampas y me asomaré a las definiciones académicas de ágora. "En las ciudades griegas, plaza pública", indica la primera acepción. La segunda acota el espacio, y cuanto dice: "asamblea celebrada en ella". La tercera, la última, remite una vez más a la propia Lagos: "lugar de reunión o discusión". Valente -y la propia Real Academia Española, sin saberlo- se refería a la triple versión del proyecto de la poeta y editora cordobesa. Se refería a la reunión que celebraba en el estudio de fotografía de Mario Lagos -su marido-, Los viernes de Ágora, y que rescataba el espíritu de los salones literarios -al estilo francés, frente a la tertulia española de café, copa, puro y mesa de bar-, encontrando a referentes como Vicente Aleixandre, Gerardo Diego o Jorge Guillén con autores noveles que acudían en busca de consejo.
Valente se refería también a la revista Cuadernos de Ágora, que permitió a Concha Lagos insistir en este diálogo entre generaciones, y ampliar la conversación a estéticas contrarias -en ella colaboraron Dámaso Alonso o Alfonso Costafreda, María Victoria Atencia o Angelina Gatell-, e incluir a la poesía escrita en Latinoamérica, y venderse -como destacó el crítico Miguel García-Posada, que comparó su "papel esencial" al de la función de Ínsula- incluso en los quioscos. La poeta y crítica literaria Estel Julià ha estudiado esta voluntad de puente de Cuadernos de Ágora, cuyas páginas acogieron los versos de Delmira Agustini, Vicente Huidobro, Clara Silva, César Vallejo o Concha Zardoya. Y Valente se refería, de nuevo, a la última iniciativa de Ágora: la editorial, surgida en 1964 tras el cierre de la revista, en la que continuó subrayando las intenciones de la tertulia y de la revista -manteniendo el diseño exquisito y cuidado- con títulos como Poemas de Cherry Lane (1968), una de las obras centrales de Julia Uceda, y en la que también difundió su propia obra.
En un panorama editorial como el español de la primera posguerra, marcado por revistas, por sellos humildes y por premios -ya empiezan a multiplicarse por toda la geografía-, Ágora y sus ramificaciones se distinguen del resto gracias a la personalidad de Concha Lagos. Concha Lagos edita Cuadernos de Ágora, sienta las bases de cada número, mantiene correspondencia con los autores, pero no figura en el equipo que sí aparece en los créditos: Emilio González Navarro dirige el primer número, publicado en 1956, y Gerardo Diego, José García Nieto, José Hierro y Jorge Campos integran el consejo de redacción. Lagos cede el protagonismo a otros, no le importa que su nombre no figure; se diferencia por su entusiasmo, por su deseo de conciliar, y al mismo tiempo por su apuesta firme por la poesía, sin más, sin menos. Ana María Fagundo, poeta y crítica literaria que colaboró con Cuadernos de Ágora, resaltaba una frase de Concha Lagos -"en literatura somos muchos pero hay lugar para todos"- y una posición atípica para la época: Concha captaba toda la atención y su marido -de quien adoptó el apellido: ella se llamaba Concepción Gutiérrez Torrero- "siempre permanecía en segundo lugar".
Más allá de la tertulia, más allá incluso de la editorial, Concha Lagos convierte su revista en una herramienta de cambio. Cuadernos de Ágora se considera hoy piedra angular de un círculo de poetas madrileños que -bajo el magisterio de Aleixandre, que situó la publicación en la "cabecera de su género"- plantea una alternativa a la Escuela de Barcelona, con autores como Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma o Goytisolo. En otro de sus gestos apuesta por integrar en la literatura española, gracias a Cuadernos de Ágora, a los escritores exiliados de España: Rafael Alberti, Luis Cernuda, León Felipe, Juan Ramón Jiménez o Emilio Prados colaboran con ella, y atiende de manera especial a la obra de José Ángel Valente, con quien mantendrá relación epistolar durante casi treinta años.
Concha Lagos inició la aventura de Ágora poco antes de cumplir los cincuenta años, aunque ya había colaborado con revistas, tanto escribiendo como gestionándolas. Nacida en Córdoba en 1907, la familia se traslada primero a Madrid y luego a El Escorial, siendo Concha adolescente; antes había vivido en un internado, desgajada ya de su familia y sobre todo de Manuel, su hermano más querido. Lagos escribe desde su juventud -"cómo va tu poesía"-, aunque no logra publicar hasta pasados los cuarenta años. Antes de los veinte conoce al que será su marido, se casan, se instalan en Madrid, alternan Francia y Galicia en los años de la Guerra Civil, durante la dictadura regresan a Madrid, al edificio Capitol de la Gran Vía. Jamás abandonará España, siempre vinculada a Madrid -aunque en 2002 se le concedió la Medalla de Oro de Andalucía, y aunque su fondo se conserva en la Biblioteca Universitaria "Reina Sofía" de Valladolid-, y fallecerá en una residencia de ancianos en Las Rozas (Madrid) en 2007, cumplidos los cien años.
La biografía de Concha Lagos es la bibliografía de Ágora, cuya historia fagocitó la propia historia de su responsable. Lagos publicó más de treinta libros, en un "esfuerzo heroico" que abarcó todos los géneros: el ensayo, la narrativa, la poesía, el teatro. José Ángel Valente, el "agorista fiel" -así se definió en una carta de 1959-, le escribe: "el Arroyo claro [publicado en 1958 por Lagos en la propia Ágora] me pareció realmente claro y limpio, aun guardando formas tradicionales. Estas canciones tuyas tienen un reconocible sabor personal y muchas de ellas son verdaderos aciertos. Las he leído con gran gusto; ya sabes, ademas, que me interesa ese tipo de poesía". El "tipo de poesía" al que se refiere Valente, desde el inaugural Balcón (1954, aunque escrito años antes) a la despedida de Atados a la tierra (1997), insiste en los paraísos perdidos -la infancia y la juventud, las geografías a las que no se regresarán-, actualiza las formas clásicas y desarrolla un tono que sorprende por su actualidad. "No hilvanemos historias, no hace al caso,/ lo importante es saber que aquí me tienes./ ¿Dónde ya la que fui?/ Deja que el tiempo se nos lleve y pase,/ así quedamos siempre renacidos", leemos en el poema El diálogo. "Cada cual con su estrella, con su planeta en alto/ y todas las preguntas por la arboleda azul,/ compartiendo verdades,/ como esta del amor, el milagro más nuestro.// No pienses en mis ramas,/ me crezco sobre el tronco./ A punta de navaja puedes grabar el nombre". Así lo hicimos.
CLAROS DEL BOSQUE
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