NAVIDAD
Los Remedios estalla de ilusión con su Heraldo

Concepción Estevarena: ser un ángel sin alas

La autora sevillana, que creaba a espaldas de su padre, no fue considerada escritora hasta después de su muerte, ocurrida cuando ella tenía 22 años.

Concepción Estevarena: ser un ángel sin alas
Elena Medel

09 de agosto 2015 - 05:00

Claros del bosque.

Una mujer escribe en una casa de la calle Siete Revueltas. Allí, en el número veintiuno, donde también nació -Sevilla, 1854-, esa mujer escribe sus poemas en las paredes de la casa familiar. Aprovecha las horas de soledad en las que el padre, alguacil en el ayuntamiento, trabaja; la madre falleció de cólera cuando la mujer que escribe en las paredes aún no había cumplido los dos años. La mujer escribe en las paredes de su casa los versos que el padre le prohíbe, y los lee en voz alta para memorizarlos, y cuando ya se los sabe borra su escritura, y así la pared no le delata, y así la pared se transforma una vez más en folio en blanco. Al día siguiente, cuando el padre abandona la casa, vuelve a ella la escritura.

La mujer que hace y deshace con palabras se llama Concepción Estevarena, con la preposición "de" en algunas ocasiones, según la edición de Últimas flores, que preparó Luzmaría Jiménez Faro en 2005 para Torremozas, y que permite que -a diferencia de muchas otras coetáneas- Concepción Estevarena exista para el lector de hoy; a ella se une una antología posterior, Silenciosa es la noche, publicada por Olifante en 2012 y que reúne una selección al cuidado de Luigi Maráez. Para el lector de su época, la segunda mitad del siglo XIX, cuando ya se conoce a Cecilia Böhl de Faber, y cuando ya escriben Emilia Pardo Bazán o Rosalía de Castro, Concepción Estevarena no existió, o no existió hasta después de su muerte. Leemos en unos de sus poemas: "no se os parece la ambición; no es nube/ que del sol a los rayos se disipa:/ es nube eterna, pensamiento fijo/ que a un tiempo nos halaga y nos domina". Quizá le importara, más que estar, ser; quizá porque no lo consiguió.

No existió porque Concepción Estevarena escribía, pero no se le consideró escritora hasta después de su muerte. Huérfana de madre, con sus hermanastros -hijos del primer matrimonio de su padre- viviendo ya fuera de casa, la única compañía de Estevarena es la de su padre: un hombre mayor, arisco, que se niega a que su hija se distraiga de las labores del hogar con las de la poesía, impropias de su clase social y de su género. Así que Concepción Estevarena lee a escondidas y escribe a escondidas, y su gesto -las palabras construyendo el hogar, día tras día los trazos distintos en las mismas paredes- resume, simbolismo mediante, la situación y la historia de tantas creadoras. "Me pareces un ángel/ que ha perdido las alas;/ parécesme el amor buscando albergue,/ y que de todas partes le rechazan", comienza el poema Ángel y mártir, en el que se dirige a una segunda persona que late primera. "Nadie tu luz recoge,/ estrella solitaria;/ ¡Cómo han de amarte a ti, si no te entienden!/ ¡Cómo te han de entender, si no te aman!", y continúa Estevarena hablando de sí misma, y no sobre otra.

Concepción Estevarena compartía tonos y recursos con otros escritores de su época, más en masculino que en femenino; al leerla resulta inevitable pensar en Gustavo Adolfo Bécquer. Él nace dieciocho años antes que Estevarena, y muere en 1870; compartieron geografías -Sevilla, Madrid, incluso el aire puro de Aragón- e imaginario: la correspondencia entre la vida y la muerte, invirtiendo los roles y mostrando el final de la vida como liberación, o esa línea entre el paisaje interior y el exterior... El "himno gigante y extraño" de Bécquer suena, en Estevarena, al "sacrosanto himno" formado "con todos los rumores que, mezclados,/ suben a lo infinito"; Estevarena identifica "los cielos y la tierra resplandecen" con "la felicidad (…) que se acerca", igual que Bécquer y aquellos versos en los que "hoy la tierra y los cielos me sonríen,/ hoy llega al fondo de mi alma el sol". Motivos similares, también ritmos y metáforas, y trayectorias alejadas.

Ángel sin alas, consagrada al cuidado de un padre que se niega a comprenderla, la vida de Concepción Estevarena se tambalea cuando se tambalea la de él. La muerte del padre en 1875, cuando Concepción tiene veintiún años, arrebata a la poeta cualquier posibilidad de supervivencia: descubre las deudas de su padre, vende la casa para pagarlas y debe partir a Jaca, en cuya catedral trabaja su primo -que la cobijará- como responsable del coro. Concepción Estevarena emprende su viaje en octubre; enferma de tuberculosis, se detiene en Madrid y, algo recuperada, alcanza Jaca en noviembre. Consciente de la gravedad de su estado, teme que no la entierren en Sevilla, junto a sus padres y su hermanastro: "El jardín misterioso me atraía,/ y el cementerio me arrastraba más;/ y en el oculto centro de mi mente/ todo era apetecer y cavilar", imaginó. Morirá en septiembre de 1876, apenas un año después que su padre. En el acta de defunción la definirán así: "soltera de veintidós años, dedicada a ocupaciones domésticas y que muere sin testar".

Concepción Estevarena ejerció como ángel del hogar, según los deseos de su padre. Sin embargo, lejos de la casa de Siete Revueltas, lejos de la casa en cuyas paredes escribe sus poemas, Estevarena sintió otras cuatro paredes como hogar: las del hogar de la familia Velilla en la calle Manteros. A doña Dolores, la madre, la tratará como a la madre que apenas conoció; con los cuatro hijos -todos poetas: Felisa, Reyes, José y Mercedes-, que mantienen una tertulia literaria, compartirá su amor por la literatura. Esta doble vida de Concepción Estevarena le permitió dar a conocer en vida algunos de sus poemas, como el publicado a los diecinueve años en La Esfera de Madrid -titulado Pasado y porvenir- o aquellos con los que colaboraba en la revista El Gran Mundo -dedicada "al bello sexo"-, y la llevó a recitar en el Liceo de Sevilla poco antes de su marcha a Jaca. Ese intento de los Velilla por dar voz a Concepción Estevarena, antes y después de su muerte, posibilitó también que -a los pocos meses de su muerte- se celebrara un homenaje a Estevarena en el Ateneo de Madrid, en la tertulia de la Baronesa de las Cortes. Isaac Albéniz interpretó algunas piezas en recuerdo de la poeta, y José Velilla extrajo una idea clara de la reunión: publicar a Concepción Estevarena.

Mercedes Velilla -cuyas cartas jamás abandonaron a Estevarena durante sus últimos meses- ordena los poemas de su amiga, y en 1877, en Sevilla, se publica Últimas flores. El volumen se compone de dos bloques: el primero reúne los versos de Concepción Estevarena -y coincide con el que Torremozas reeditó-, y el segundo incluye los textos que la familia Velilla dedicó a la poeta muerta. En 1880 se recogerán algunos de sus poemas en un libro dedicado a las Escritoras españolas contemporáneas; veinte años más tarde, Francisco Blanco la incluirá en el segundo tomo de La literatura española en el siglo XIX. Poemas valiosos y con una llamativa voz neutra, como este: "Me preguntas qué pienso, si al mirarme/ fija mi vista encuentras en tu rostro:/ ¡Alguna vez el ave fatigada/ ha de hallar un momento de reposo!// Hay veces que no pienso, y no sé entonces/ si es sueño o realidad lo que abandono:/ Será que mi cansado pensamiento/ se ha posado en mis ojos".

No hay comentarios

Ver los Comentarios

También te puede interesar

Lo último