Compañero americano

Errata Naturae publica la correspondencia que mantuvo Walt Whitman a lo largo de su vida en un volumen en el que está más presente el hombre común que el reconocidísimo poeta.

Walt Whitman (West Hills, Suffolk, Nueva York, 1819 - Camden, Nueva Jersey, 1892), fotografiado por Mathew Brady.
Alejandro Simón Partal

30 de agosto 2015 - 05:00

Crónica de mí mismo. Walt Whitman. Traducción: Laura Naranjo Gutiérrez y Carmen Torres García. Errata Naturae. Madrid, 2015. 304 páginas. 19 euros.

Estados Unidos empezó a ser Estados Unidos a partir de Walt Whitman. El poeta fue el primer americano absolutamente moderno. Luego vinieron los demás, y entonces Estados Unidos. Walt Whitman cortó la cinta de la cultura contemporánea en EEUU, y a partir de él vino todo lo demás. Lo bueno y lo menos bueno. Desde los beats, pasando por Wallace Stevens, Hart Crane o Bob Dylan. Todos tienen algo de Whitman, como también lo tienen, seguramente sin quererlo ni saberlo, Ginsberg, Gil de Biedma o Mark Strand, todos poetas de la ausencia: "Yo me muevo / para dejar las cosas intactas", dijo el último. Y el resto asiente con muecas whitmanianas.

El siglo XX no hubiera sido el mismo sin el viejo Walt. Por eso es justo que necesitemos saber todo sobre este gurú norteamericano. Sin Lucrecio, Rimbaud o Whitman al mundo no se le hubiera exigido belleza, complejidad, perversión medidísima. Estamos ante el que para muchos es el poeta anglosajón más importante después de Shakespeare; estamos ante el poeta que sigue siendo fábrica de buenos y malos poetas, y eso requiere su espacio. Walt Whitman quería ser famoso y mira si lo ha conseguido. Con todo esto no podemos más que celebrar que la editorial Errata Naturae publique un libro fundamental de un personaje capital de nuestra cultura más contemporánea, como ya hiciera con otros damnificados del norteamericano como, por ejemplo, Pier Paolo Pasolini; saca a la luz por primera vez en castellano la abundante correspondencia que el poeta mantuvo a lo largo de su vida, una recopilación de más de cien misivas donde podemos ahondar más en el Walt hijo de vecino, y no tanto en el hombre de letras. Un recorrido por más de cincuenta años muy acertadamente divididos en bloques cronológicos donde la necesidad -en sus distintas versiones- marca el ritmo necesariamente sadomilitar.

El libro parte con las primeras cartas dirigidas especialmente a Paul Leech del que muy poco se sabe, y lo que sabemos tampoco esclarece mucho: era contable. En 1837, Whitman fundó su propio periódico que acabó vendiendo para volver a la docencia dos años más tarde, años donde reside en la denostada ciudad de Woodbury: "Tengo el convencimiento de que cuando el Señor creó el mundo agotó todo el material bueno y se vio obligado a dar forma a Woodbury". Con ese panorama no tarda mucho en marcharse de allí para trasladarse a Brooklyn, donde asume el negocio familiar: construir casas y venderlas (también en eso fueron visionarios los Whitman). Ya en la ciudad empieza a frecuentar a los jóvenes bohemios en Greenwich Village, los mismos que hoy no le pierden de vista casi dos siglos después. En 1855 se publica la primera edición de Hojasde hierba, y no mucho más tarde comenzará la guerra, que será el eje y la consecuencia de sus cartas, pero también la exigente excusa para acercarse a los soldados. En Washington conoció a Tom Sawyer, a quien escribió numerosas cartas: "Tom, ojalá estuvieras aquí. No logro encontrar a ningún camarada que me complemente como tú y nunca lo encontraré". Cinco días después insiste: "No pasa un día ni una noche sin que piense en ti". Sawyer no es tan prolífico. Walt no tiene problema con eso, insiste: "No entiendo por qué has dejado de escribirme. De todos modos, espero que volvamos a encontrarnos y que pasemos buenos momentos juntos". En 1866, en el propio campo de batalla, publica Redobles de tambor, seguramente el mejor poemario de guerra jamás escrito. Durante esos años él sufre también el acoso misivo de Anne Gilchrist, viuda de William Blake, a la que no hace mucho caso porque el poeta está más interesado en Peter Doyle, veterano del ejército confederado y con quien mantiene la relación más larga de su vida -8 años-, no necesariamente estable: "Mi amor por ti es indestructible y, desde aquella noche y aquella mañana, se ha vuelto más fuerte que nunca". Años más tarde, coincidiendo con el enfriamiento de esta relación, el poeta sufre un derrame cerebral que conllevó la paralización de su brazo y pierna izquierda. Durante aquel tiempo cortejó y trabó amistad con muchos jóvenes trabajadores, pero nadie como Pete. A todo esto se sumó la ruina económica, así comenzó a enviar poemas y escritos a muchas revistas y periódicos, y a preparar, en 1876, dos volúmenes de su obra que vendió bien en Inglaterra y EEUU, y que le dieron un respiro para seguir en marcha. Ese mismo año se fue a Kirkwood, a vivir con la familia Stafford, en cuyo hijo, un muchacho tímido y depresivo, puso el ojo y lo que pudo. Harry Stafford sería el último gran destinatario: "Querido hijo, ojalá pudieras venir ahora mismo, y te quitaras el abrigo y te sentaras en mi regazo". En una de las cartas más interesantes del libro le pregunta al muchacho: "¿Has leído a Oscar Wilde? Ha venido a verme y a pasar la tarde. Es un joven grandote, elegante y guapetón ¡y tuvo el buen juicio de quedarse prendado de mí!". Ya en los últimos meses, acechado por el dolor, sólo escribió a su hermana Hannah.

Ninguna gran revelación ofrecen estas cartas del poeta americano -ni falta que hace, ahí están los poemas-, aunque sí sirvan para descifrar los contornos de quien creó los límites de la otredad. Para Harold Bloom su orientación erótica fue onanista, y estas cartas le dan en parte la razón. Fernández Mallo señaló que "el reto de la gran poesía siempre ha sido crear naturaleza". Y así hizo Walt Whitman, dividiéndola en muchas partes, confundiéndola con otra cosa: I witness and wait. Walt Whitman, agosto de un año mejor.

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