Comercios con el más allá
Un volumen recoge los divertidos, profundos y apasionantes textos que el fallecido cineasta y escritor Raúl Ruiz escribió para cursos y conferencias.
Poéticas del cine. Raúl Ruiz. Ediciones Universidad Diego Portales. Santiago de Chile, 2013. 440 págs. 34 euros.
En un volumen de aspecto severo y académico (es la prensa universitaria la que edita) han aparecido en castellano las dos poéticas que el chileno Ruiz publicó en francés (la primera en 1996, la segunda casi diez años después, en 2005) y algunos de los textos y notas que hubieran constituido la tercera si la muerte no se hubiera llevado a uno de sus mundos paralelos a este indispensable cineasta y pensador. Pocos libros de cine hay como éste, ya que nadie igualó en singularidad a Ruiz, capaz de pensar su práctica a partir de metáforas y digresiones que implican a sofistas chinos precristianos, se introducen en querellas de biólogos ilustrados y cosmólogos del Islam o establecen paralelismos entre el arte de la luz y la sombra y el ars combinatoria de Lulio, el serio ludere de Nicolás de Cusa, la teoría de juegos de Cardano, la mnemotécnica de Camillo, la teodramática de Balthasar, las paradojas de San Anselmo y Gödel o el concepto de Dios según Whitehead. Pero no es el erudito quien habla desde estas páginas divertidas, profundas y apasionantes, sino más bien el chamán, el hechicero que hace de esta rica literatura ensayística que evoluciona por acusados meandros una variación en papel de sus universos cinematográficos, esos parajes misteriosos donde las fórmulas narrativas tradicionales se ven relevadas por formas inéditas de conexión y vinculación entre imágenes y sonidos: no se trata de dejar a un lado la necesidad ancestral de contar historias y contarnos con ellas, sino de invocar la pureza cegadora de los mitos y cuentos tradicionales, justo los que atentan contra la cronología y la lógica del sentido común y proponen otras vías de acceso al sentido.
Estas poéticas raulruizianas, si bien originalísimas, regresan al corazón de la utopía moderna -ésa que el propio cineasta ayudó a definir- y lo hacen, entre finales de siglo y principios de milenio, como acto de resistencia teñido de melancolía. Así, dice el propio Ruiz que si el primer libro constituía un tardío llamado a la rebelión, el segundo ya respondía a una especie de consolatio philosophica, pues el cambio de paisaje tecnológico no parecía haber minimizado, más bien todo lo contrario, el poder de la industria frente a los creadores (por no hablar del espectador, más intransigente que nunca a cambiar, siquiera mínimamente, cualquier ingrediente de su papilla audiovisual). No obstante, lejos está el chileno, como muestran tanto estas páginas como la prolífica última etapa de su carrera, de la queja y el abatimiento, y no hay que olvidar que este corpus de reflexiones tiene su principal origen en cursos y conferencias mediante los que Ruiz perseguía abrir la mente de jóvenes estudiantes. Es la suya, además, una docencia cautivadora y reincidente que ejecuta sofisticadas y amenas variaciones sobre los irrenunciables principios ético-estéticos que cimentan su pasión por el cine. Y éstos responden a una muy particular combinación de elementos propios del estructuralismo con otros del paradigma figurativo-narrativo, amalgama que depara una provechosa tensión entre la fascinación (el vértigo y el extravío del relato alambicado) y la distancia (el signo cinematográfico como uno ontológicamente ruidoso, enigmático y caótico) a partir de la que Ruiz trasciende la linealidad y la representación espacio-temporal características de la gramática del cine de las historias. No es con los actores ni con sus peripecias con los que uno se identifica en el cine de Ruiz, sino con la película misma, un constructo cuyos planos se someten a reglas y leyes inéditas; series, combinaciones y permutaciones que funcionan como excitadores hipnóticos y a través de las cuales las imágenes recuperan el espacio de incertidumbre y polisemia que les era inherente.
Todos los brillantes, abrumadores y entretenidos viajes dialécticos de Ruiz dibujan círculos en torno a estas fuerzas de atracción: la imagen como fuente que determina la narración (y no al revés, como ejemplifica el 99% por ciento del audiovisual de ayer y hoy), y la película como estructura que no se compone de planos, sino que se descompone en ellos (cada cambio de toma es un potencial cambio de mundo), y cuyo valor estético radica en su capacidad animista: debe mirar al espectador tanto como éste a ella. En torno a esta idea, cara al pensamiento de Serge Daney y Jean-Louis Schefer, Ruiz deja las páginas más inolvidables, por bellas, poéticas y rigurosas, de este legado teórico, reflexiones certeras alrededor de esa película subterránea -esa "película de al lado" que tanto tiene que ver con esa "noche de enfrente" con la que el chileno puso punto final a su obra cinematográfica- que habita toda película consciente. Ruiz, chamán barroco, le da aquí una vuelta de tuerca alegórica a esas películas que miraron nuestra infancia o que en el momento de verlas sabían más de nosotros que nosotros mismos, ya que para él los propios filmes tenían vida propia y cambiaban con el tiempo, de la misma manera que el verdadero espectador era aquel capaz de proyectar su película sobre la que aparecía en la pantalla. Lo que se hace evidente a la hora de leer tamaña acumulación de ideas y relatos es que Ruiz filmaba sin cámara, y que para él eran tan importantes las películas que rodó como las que no salieron de su cabeza, las que vagaban entre sus sueños y le rondaban como dicen que rondan los fantasmas.
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