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Codicia, terror y heroísmo

Vargas se une a otros autores que se ocuparon del drama del Congo y del impío rey belga Leopoldo II

Codicia, terror y heroísmo
Ignacio F. Garmendia / Sevilla

03 de noviembre 2010 - 07:21

Pasaba por abnegado filántropo y resultó ser un taimado criminal, de crueldad patológica e indudable talento para la diplomacia. Se pretendía un padre benefactor y ocultaba bajo el discurso engañoso, la estatura imponente y la barba venerable la calculada vesania de un verdadero supervillano, culto y educado, ávido de riquezas y absolutamente despreocupado por la suerte de los millones de africanos que sufrieron el régimen de terror esclavista impuesto durante su largo dominio sobre las tierras bañadas por el río Congo. El novelista mexicano Fernando del Paso había contado, en Noticias del Imperio (1987), la no menos alucinante historia de su hermana Carlota, la breve emperatriz de México, que murió recluida y loca muchas décadas después de que su marido el emperador Maximiliano fuera fusilado por los soldados de Juárez, pero la sanguinaria trayectoria de Leopoldo II de Bélgica (1835-1909) tiene poco que ver con el halo romántico que rodea a la figura de la desdichada princesa.

El drama del Congo ya fue reflejado por Joseph Conrad en una de sus grandes novelas, El corazón de las tinieblas (1899 y 1902), no en vano el narrador anglopolaco había estado allí y pudo ver con sus propios ojos a muchos modelos –de hecho no está claro quién de ellos en particular le sirvió para el inmortal retrato de Mr. Kurtz– que encarnaban el horror (el horror) descrito para siempre en su novela. Suele citarse la no menos celebrada versión cinematográfica de Coppola, pero al margen de que se trate también de un gran filme, la sustitución –brillante y entonces actualísima– del contexto histórico de la obra madre no ha ayudado a que el recuerdo de la tragedia fundacional del antiguo Congo Belga –cuando aún se denominaba Estado Libre del Congo, antes de los malos chistes de Hergé, dibujante genial y oscuro supremacista– permaneciera en la memoria de las generaciones.

“Es una gran injusticia histórica que Leopoldo II no figure, con Hitler y Stalin, como uno de los criminales políticos más sanguinarios del siglo XX”, escribía Vargas Llosa al frente del prólogo del ensayo de Adam Hochschild El fantasma del rey Leopoldo (1998). Publicado en España por Península (2002), el libro del autor norteamericano es un relato fascinante cuyo subtítulo –Codicia, terror y heroísmo en el África colonial– describe perfectamente los ingredientes de la increíble historia de la dominación y el expolio del Congo. Durante dos largas décadas, entre 1885 y 1906, el Roi des Belges dirigió con mano de hierro los destinos de este enorme territorio, que equivalía a la mitad de la superficie de Europa occidental, como una finca de su propiedad –legalmente, pues por inconcebible que parezca, lo era– donde se dedicó a saquear las riquezas naturales –el caucho en particular, entonces una materia prima muy codiciada, pero también el marfil– de manera sistemática. Castigos físicos, secuestros, asesinatos masivos, mutilaciones, destrucción de aldeas y poblados, los métodos usados por los sicarios de Leopoldo –belgas o extranjeros, todos ellos mercenarios como en las Waffen SS– para obligar a los nativos a trabajar hasta la extenuación o la muerte en las plantaciones del Congo apuntan a un verdadero genocidio en el que se calcula que murieron unos diez millones de personas, varios más que en el Holocausto.

Siempre acogido a la coartada civilizadora, el impío monarca contó para hacer realidad sus planes con la complicidad de aventureros como el famoso Stanley, arrojado explorador pero hombre extravagante y de pocos escrúpulos –al cabo, un payaso obsesionado por la gloria a cualquier precio–, o también del aristócrata norteamericano –valga la paradoja– Henry Shelton Stanford, que presionó a los Estados Unidos para que reconociera las pretensiones de Leopoldo. Pero también hubo valientes abogados que denunciaron los crímenes del Congo y la responsabilidad del rey villano. Además de sir Roger Casement, el un tiempo cónsul británico que protagoniza El sueño del celta, Hochschild cita los nombres del joven periodista Edmund D. Morel, también súbdito británico pero de origen belga, o del reverendo William H. Sheppard, un explorador y misionero afroamericano que documentó la brutalidad y los desafueros en la colonia. El sueño de la razón produce monstruos, en efecto, pero mientras existan hombres nobles y generosos, como los citados y otros, que dediquen su tiempo y energías a defender a los pueblos desamparados de la iniquidad de los poderosos, la Humanidad no estará perdida.

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