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Cine japonés: una guía de urgencia

Hirokazu Kore-eda y Takeshi Kitano presentan sus nuevas películas en el Festival Internacional de Venecia al tiempo en que denuncian una "nueva crisis" del cine japonés

Fotograma de 'The third murder', el nuevo filme de Hirokazu Kore-eda.
Manuel J. Lombardo

01 de septiembre 2017 - 08:18

Para Hirokazu Kore-eda, que presenta estos días en Venecia The third murder, producida por Netflix, "el cine japonés está en crisis". Lo dice precisamente el cineasta que con más regularidad circula por medio mundo con sus películas sobre familias y relaciones humanas. La queja de Kore-eda apunta a un nuevo repliegue interno de la producción y a la falta de relevo generacional de autores en el circuito de festivales.

Nosotros nos atreveríamos a decir que el principal problema no es tanto interno como de agotamiento de la fórmula de exportación de algunos de esos autores (el propio Kore-eda o Kawase serían los mejores ejemplos, justo cuando más éxito popular cosechan). Sea como fuere, un repaso a las apariciones, ciclos y ausencias del cine nipón en Occidente se hace pertinente.

Kore-eda, Kawase, Miike o Miyazaki estrenan hoy en Occidente con regularidad

Como apuntaban Rosenbaum y Martin en Mutaciones del cine contemporáneo, uno de los rasgos de la nueva cinefilia 2.0 del XXI pasa por el estrechamiento, acercamiento y aceleración del planeta-cine, a saber, por el acceso masivo (desordenado, indiscriminado y sin demasiadas jerarquías estéticas) a ciertas cinematografías, autores o géneros hasta entonces recónditos, desconocidos o inaccesibles por las vías tradicionales de la exhibición comercial, los festivales o las filmotecas.

El cine japonés y el cine asiático en su conjunto fueron algunos de los grandes beneficiados de esta nueva sed cinéfila por lo diferente, renovando y actualizando esa ya vieja pasión por lo lejano o lo exótico que, desde la aparición de títulos como Rashomon, La puerta del infierno, Los siete samuráis o Cuentos de la luna pálida de agosto en los festivales europeos de los 50, había venido incorporando al canon mundial nuevas cinematografías hasta entonces de mero autoconsumo.

El caso del cine japonés, con una de las industrias más sólidas del mundo desde los primeros años veinte del pasado siglo, presenta algunas particularidades. Su penetración en Occidente vino acompañada de lo que algunos críticos llaman "el efecto kimono", es decir, la predilección por los jidaigeki o films de época antes que por los gendaigeki o películas ambientadas en la contemporaneidad, lo que determinó un gusto por el cine "de geishas y samuráis" encarnado en las películas de Mizoguchi, Kinugasa o Kurosawa, en detrimento de la apreciación del cine de autores como Ozu, Naruse o Kinoshita, cuyos dramas y comedias sobre mujeres, familias o conflictos intergeneracionales modernos no encontrarían una misma apreciación internacional hasta años más tarde.

Aquella edad dorada internacional del cine japonés se vio prolongada hasta mediados de los años sesenta en la veta más humanista del modelo (Kobayashi, Ichikawa, Shindo), con fenómenos populares como Godzilla o Tora-San, y justo en la frontera de la aparición de la nuberu bagu, esa nueva ola nipona que, con un ojo en la modernidad del cine de autor europeo y otro en la crisis de valores sociales y políticos nacionales de posguerra, incorporaría ocasionalmente a los circuitos de arte y ensayo a autores como Oshima, Imamura o Teshigahara, si acaso más accesibles al público y la crítica internacional (de hecho, sus películas empezaron a contar con coproducción europea a partir de los 70) que los más radicales Yoshida o Terayama.

No ha sido precisamente hasta la encrucijada del nuevo siglo, sobre todo gracias a los videoclubes, internet y los homenajes de autores occidentales (de Tarantino a Jarmusch), cuando toda una generación de cineastas japoneses libres e iconoclastas de los 60 y 70 como Suzuki, Fukasaku o Wakamatsu han empezado a ser descubiertos y apreciados en el atrevimiento de sus formas y en su papel fundamental en la renovación de los géneros.

Los años 90 vieron el nacimiento de un nuevo autor destinado a protagonizar las mayores páginas de gloria internacional del cine japonés de la época: procedente del humor televisivo, Takeshi Kitano fue modelando poco a poco un universo personal a partir de las claves del cine de yakuzas y una paulatina reflexión metacinematográfica. La aclamación crítica de títulos como Hana-bi o Dolls volvía a poner el cine japonés en un mapa internacional que aún vivía de la nostalgia del gran periodo clásico, al tiempo en que mostraba, como hacían también otros autores salidos de la TV y el vídeo como Tsukamoto, Miike, Iwai, Sono, Matsumoto o los primeros títulos importantes del J-Horror (rápidamente exportados a Hollywood), un nuevo Japón marcado por la tecnología, el consumo, el eclecticismo cultural y la constante huida hacia delante. No es menos cierto que la estrella de Kitano fuera de Japón empieza ya a declinar: si bien su tercera entrega de saga Outrage podrá verse también estos días en Venecia, su anterior película, Ryuzo and His Seven Henchmen (2015), pasó sin pena ni gloria entre la cinefilia y la crítica.

Es hasta cierto punto lógico que, de aquella eclosión posmoderna y extrema del cine japonés de los 90, a la que se sumaron títulos anime como Akira, Ghost in the shell o Paprika, surgiera una respuesta en clave baja desde los márgenes del cine de autor: aparece entonces lo que se ha dado en llamar nueva-nueva ola, heredera del tono humanista y las formas realistas, pero igualmente en contacto con el lenguaje de la modernidad. Kore-eda, Kawase, Suwa, Aoyama, Fukada o incluso (Kiyoshi) Kurosawa, que ha venido modelando su particular mirada de autor al fantástico y al terror, irrumpen con personalidad y revelan una mirada reposada hacia el interior (esencial) de Japón en su vertiente menos apocalíptica y excesiva.

De forma paralela, Occidente descubre (por segunda vez, la primera fue en la TV) a Hayao Miyazaki como figura de referencia del anime más elaborado y hondo y lo legitima (Oso de Oro en Berlín para El viaje de Chihiro en 2002) como autor indiscutible. También desde Ghibli Isao Takahata se gana el prestigio de la crítica seria con La tumba de las luciérnagas o El cuento de la princesa Kaguya. Ambos son los padres de toda una nueva generación de animadores que se resiste a la digitalización del modelo y que consolida título a título (El niño y la bestia, Your name o En este rincón del mundo han sido los últimos en estrenarse en España) una veta que no sólo cosecha los mayores éxitos de taquilla en el mercado local sino que supone uno de los principales valores de exportación de la cultura de masas japonesa.

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