Chaves Nogales y la medida de lo humano
Hoy, hace 120 años, nacía el periodista sevillano y uno de los intelectuales españoles más notables del siglo XX
Hay un puñado de calles en el mundo, no más de quince o veinte, según Manuel Chaves Nogales, cuya tumultuosa humanidad otorga al niño que crece en ellas una idea exacta del mundo y una medida justa de las cosas. Si esto es así, y a juzgar por la clarividencia que demostró a lo largo de su vida el propio periodista, bien podría ser que la calle Dueñas de Sevilla, donde vino al mundo el 7 de agosto de 1897, hace hoy 120 años, fuese uno de esos lugares. Lo cierto es que, ya fuera por su infancia en las populosas calles sevillanas o por su formación humanística, la lucidez y la justeza que marcaron toda su obra hacen que, a pesar de estar ligada a la actualidad de su época, ésta siga gozando hoy de una vigencia más que admirable.
Chaves Nogales fue, ante todo, un humanista crítico y descreído, que desde su experiencia supo prever, en el vértigo de los acontecimientos, adónde llevaban a España y a Europa los fanatismos de su época. Por eso, cuando vio a sus contemporáneos lanzarse entusiasmados tras los mitos inhumanos de los totalitarismos, puso todas sus energías en combatirlos. "He conocido de cerca las dictaduras roja, negra y parda, y soy enemigo de todas ellas porque rebajan la dignidad del hombre", había dicho en 1933, tras haber visitado, efectivamente, unos meses antes la Italia fascista y la Alemania nazi (que se sumaban a su visita a la Rusia soviética en 1928).
Con su estilo sencillo, la defensa que el periodista sevillano hizo de la democracia es tan válida hoy como lo era entonces. En 1940, tras haberse visto empujado a su segundo exilio, escribió La agonía de Francia, un ensayo en el que acusaba a los franceses de haber sacrificado su país a la "divinidad bárbara" del totalitarismo nazi, y recordaba que no había en el mundo "ninguna forma de convivencia humana superior al diálogo, ni se ha encontrado un sistema de gobierno más perfecto que el de una asamblea deliberante, ni hay otro régimen de selección mejor que el de la libre concurrencia: es decir, la paz, la libertad, la democracia". Hoy, cuando Francia vuelve a juzgar su colaboración con los nazis, la lectura de esa obra de Chaves es especialmente reveladora. Además, cuando de nuevo desde algunos ámbitos sociales y políticos se carga sin piedad contra la democracia liberal mientras se disculpan los excesos de regímenes nada democráticos, el ataque del lúcido periodista a los entusiasmos mesiánicos de su tiempo adquiere una renovada frescura.
También siguen siendo actuales su oposición a Franco y su defensa del estudio de las humanidades, hoy tan denostadas. "Franco es lo que menos se parece a un gran hombre", aseguraba. Y lo colocaba entre esa clase de individuos capaces de ganar cualquier oposición a la que se presenten, pero cuya falta de cultura humanística los convierte en "bárbaros peligrosos". Sobre Goebbels, a quien entrevistó en 1933, escribió: "Hay en él la misma capacidad de sugestión y de dominio que en todos los grandes iluminados, en todos esos tipos nazarenoides de una sola idea encarnizada: Robespierre o Lenin". Y añadía: "Es de esa estirpe dura de los sectarios, de los hombres votados a un ideal con el cual fusilan a su padre si se les pone por delante". Por suerte, sólo unos pocos exaltados reivindican hoy a Goebbels o a Hitler -quien para Chaves no dejaba de ser más que "un señor con gabardina que no acierta a pintar un cuadro decorosamente"-.
Sin embargo, con ocasión del centenario de la Revolución Rusa está saliendo de nuevo a la superficie mediática la admiración que en ciertos cenáculos aún sobrevive por Lenin. Para esto no hay mejor medicina que la lectura de El maestro Juan Martínez que estaba allí, un ameno reportaje en el que el sevillano cuenta la historia de un bailaor flamenco que se convierte en humilde testigo de la Revolución Rusa. La conclusión de Martínez resulta demoledora: "Asesinos rojos o asesinos blancos, ¿qué más daba? Todos asesinos".
No obstante, esa ecuanimidad le costó a Chaves, "pequeño burgués liberal, ciudadano de una República democrática y parlamentaria", el exilio. En su ya célebre prólogo de A sangre y fuego, el periodista declaraba que su "única y humilde verdad era un odio insuperable a la estupidez y a la crueldad", tanto daba si éstas venían de una de las mitades en que se había partido España durante la Guerra Civil o de la otra. Él, por su parte, se había querido permitir el "lujo de no tener ninguna solidaridad con los asesinos". Un lujo que le costó el exilio en Francia primero, luego, la separación de su familia y la huida a Londres, la muerte y, finalmente, el olvido. Esa ecuanimidad, pagada a tan alto precio, sigue siendo hoy un ejemplo ante aquellos que aún defienden iniquidades dependiendo de quién las cometa y contra quién.
Independiente, tolerante, demócrata antes que cualquier otra cosa, enemigo pertinaz de los fanatismos, periodista crítico, Chaves Nogales vio el mundo desde su sencillez cotidiana, sin entregarse a mitos ni utopías, fiel hasta el final a la humilde conclusión con la que cerraba la epopeya del maestro Martínez: "Acaso no se deba nunca superar la medida de lo humano".
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