Celebración de la incertidumbre
Muere Caballero Bonald
Caballero Bonald decía que quien no dudaba era lo más parecido a un imbécil. Su poesía última fue una lúcida y gozosa senda donde no tenía cabida el dogma
"Puede parecer una impertinencia, pero para mí el que no tiene dudas es lo más parecido a un imbécil", aseguraba José Manuel Caballero Bonald, con esa rotundidad maravillosa con la que solía expresarse, cuando presentaba en 2015 Desaprendizajes. Desde Manual de infractores, en 2005, el jerezano abría una senda gozosa que prolongó con otros libros -todos en Seix Barral- como La noche no tiene paredes (2009) o Entreguerras (2012), y en la que manifestaba la lucidez de quienes reconocen que la existencia no es más que un catálogo de incertidumbres. "Entrechoca la vida / como el hielo en el vaso y allí mismo / perdura entre los interludios / de la claudicación, ni siquiera muy bronco, / el eco funeral de la memoria. / ¡Cuánto he desaprendido desde entonces!", anotaba en La noche no tiene paredes, un poemario que arrancaba con un bellísimo y emocionante autorretrato: "La edad me ha ido dejando / sin venenos, malgasté en mala hora / esa fortuna, / ¿qué más puedo perder? (…) Los años, ay de mí, me han desmentido".
"Cada vez me visitan más preguntas. / Tengo la casa llena de preguntas", reconocía Caballero Bonald en ese libro, aunque en realidad el escritor siempre huyó de los dogmas; su obra siempre fue joven en su rebeldía, en sus cuestionamientos. "Quédate donde estabas hace sólo un momento, es decir, en la duda. Tal vez aprendas de repente a no creer en nada parecido a esa virtud mugrienta que arrastra a los gregarios". La única certeza, tal vez, era colocarse del lado de los desposeídos, de los que desobedecían, de los infractores, de los disidentes. Sin dar importancia a lo que uno era, a lo que uno creía haber sido, apostatando de los antiguos credos: "Me llamo nadie, como Ulises. / ¿Y quién responde? / Nadie: / una pared vacía, una página en blanco".
Emocionaba leer a un Caballero Bonald tan maduro, consagrado -el Cervantes le llegaría en medio de esos libros-, en esa edad en la que otros se acomodan, y que él se mostrara tan enérgico, tan sabio, tan desprejuiciado y libre. "He hecho todo lo que quería hacer finalmente en poesía: eludir las fronteras de los géneros. Este libro contiene poesía, memorias, narrativa, filosofía, reflexión en torno a lo que he vivido", reconocía cuando publicó Entreguerras,Entreguerras un libro en el que transitaba "entre conflictos personales, entre luchas internas que he ido solventando de la mejor manera posible" y en el que admitía, humilde, que la creación palidecía ante la pujanza de la vida: "Jamás todas las artes coaligadas / valen lo que un instante de plenaria contemplación del mundo".
Pese a ello, había encontrado la redención en el verso y estaba agradecido: "La poesía tiene un lado curativo, te cura de muchas asperezas, de muchos acosos de la historia y de la vida contemporánea, de ese mundo hostil. La palabra me ha salvado de esos acosos de la historia", contaba en 2008 en una ponencia en la Universidad de Sevilla, donde exteriorizó su preocupación por cómo "ahora las palabras se usan atropelladamente". Bonald era un estilista prodigioso, y a su verdad descreída añadía la verdad incontestable de su verbo: "Yo he presenciado el parto innoble de esa verdad también llamada única, / adosada a lo que supuse que sería el dilema germinal de la vida / y al fin no resultó ser más que un pobre escorzo un módico remedo / de falsedad de usurpación o más bien de saliva de tigre / de musgo residual desplomándose abruptamente por esas cañerías / donde la libertad se gasta se restringe hasta hacerse inasible". Hoy sólo podemos aferrarnos a una triste evidencia: que nos quedan su palabra insobornable, sus maneras de desaprender, sus búsquedas estéticas y éticas.
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