Camino al origen
Giotto | Crítica
Athenaica publica, en irreprochable edición, el 'Giotto' que John Ruskin dio a conocer en 1854, y donde se formula su predilección por el arte espiritual que antecede, y de algún modo se opone, al Renacimiento
La ficha
Giotto. John Ruskin. Traducción de Victoria León. Prólogo de Andreu Jaume. Athenaica. Sevilla. 180 páginas. 20 €
Dos hechos nos valdrían, sin salir de Venecia, para explicar la requisitoria de Ruskin y su vinculación al arte de finales del XIX -y su inesperada vinculación con el arte vanguardista, de la posguerra en adelante-. Dichos sucesos son su deploración del Renacimiento, en la figura de Andrea Palladio: “this pestilent art of the Renaissance”, escribirá al comienzo de sus The stones of Venice, contemplando desde la orilla de la Academia la línea limpia y la realidad maciza de San Giorgio Maggiore. La otra, no muy lejos de allí, será la novedad fabril del Palazzo Fortuny, donde el hijo del pintor español -y pintor él mismo- fabricará suntuosas telas y vaporosos vestidos art decó, en los que se aúnan dos de las inquietudes que encontraremos en Ruskin y otros estetas de la segunda mitad del XIX, como William Morris: la búsqueda de la belleza, el rubro de la utilidad y el problema de su producción en masa.
En este Giotto de Ruskin, pues, prologado con brillantez y pertinencia por Andreu Jaume y traducido con precisión lírica por Victoria León, nos encontramos con aquella exigencia moral del bien, hermanado con la verdad y prohijado de la hermosura, pero que el arte de vanguardia dará, en muy breve tiempo, por amortizada. ¿Qué es lo que quiere encontrar Ruskin -y el mencionado Morris, y Ebenezer Howard, y Antonio Gaudí, etc.-, en la copiosa recuperación de la hojarasca gótica, de su ojiva punznate y misteriosa, así como en esta formulación tentativa del espacio, de su robusta realidad, tan candorosa y tan viva, sin embargo? No nos equivocaremos si decimos que el prerrafaelismo de Rosseti, como la honesta labor de Morris, como la hiedra entrelazada y la verdad del musgo que encuentra Ruskin en las ruinas, son un heraldo de la espiritualidad en un siglo -lo hemos visto en Doré-, gravado por el hollín, las masas y la desesperanza. Esta espiritualidad, no obstante, parte ya tanto de la virtud fabril de la era victoriana como de la función extra-artística del arte que, excepción hecha de la vacación vanguardista, volverá a recuperarse y a triunfar en el arte posmoderno. Ese es el motivo, acaso principal, de este análisis de los frescos paduanos de Giotto, en la capilla de la Arena, cuyo asunto es, lógicamente, de naturaleza religiosa (es conocida la admiración de Ruskin por Carpaccio, y su copia, no muy meritoria, de El sueño de Úrsula de la Academia veneciana). Otro asunto, no menor, en la estética de Ruskin, es el intento de rehumanizar el mundo, a través de las formas orgánicas que, tanto el gótico como esta naturaleza modesta y arquetípica de los primitivos, pudieran facilitar a las masas iletradas que se adunan en los slums (Ebenezer Howard es el autor utópico de la Ciudad-Jardín), o en aquellas otras construcciones, entre la utilidad y el mito, de apariencia neogótica, que hallaremos, por ejemplo, en Gaudí y en todo el historicismo europeo.
Sin embargo, queda muy poco para que la decoración, de reminiscencia corpórea, que Ruskin ponderará en Las siete lámparas de la arquitectura, ceda su lugar a cierta limpieza de formas, radicalmente inhumana, cuya primera reclamación se halla en el Ornamento y delito de Adolf Loos, publicado en 1913 (dos años antes, Kandinsky había dado a conocer su De lo espiritual en el arte); de manera que lo espiritual adoptará una forma abstracta, y la estética fabril simulará la propia curva limpia y metalizada de las máquinas. Ya decimos que el arte actual guarda un vínculo impensado con Ruskin y con Morris, por ejemplo, cual es el de un aspecto moral, ajeno o sobrevolante al arte, que es el mismo que Ruskin encuentra aquí, penetrando la línea decidida y la sincera corpulencia de Giotto. “Giotto no fue, ciertamente, uno de los pintores más geniales -escribe Ruskin en las páginas iniciales de este breve y minucioso estudio, concebido a la manera de un retablo-, pero sí uno de los más grandes hombres que hayan vivido jamás”.
El lírico y parcial, el ascético John Ruskin, vigilante insomne de las piedras venecianas, también podría caber, sin incomodidad alguna, en esta definición sumaria. El Giotto que hoy glosamos -en magnífica edición, por cierto- es prueba suficiente.
Ruskin, Proust, Freud
En alguna otra ocasión quizá lo hemos recordado en estas páginas. Aquel lector aventajado, de perspicacia suma, que fue Marcel Proust, encontró en John Ruskin el método para su prospección memorística. Pero no porque Ruskin también anduviera sumergiendo magdalenas en el té; sino porque el sistema de revitalización del medievo que Ruskin postula, es el mismo que aplicará Proust, no a la belleza de los siglos medios, no a la pureza, la espiritualidad, y el corazón tempestuoso de los godos, sino a la masa enigmática y en desorden de sus recuerdos. Por esos mismos días, este método lo aplicarán dos cabezas principales del entresiglo, para una finalidad también artística. El político Giovanni Morelli, para la validación y autentificación de obras artísticas; y el psicólogo Sigmund Freud, quien se confiesa influido por Morelli, para su prospección en las galerías más lóbregas del alma humana; esto es, para un psicoanálisis del arte. En este linaje, llamémosle indiciario, como quería Ginzburg, es donde Ruskin brilla con brillo ideal, a resguardo de unas piedras venerables: aquellas cuyo secreto melancólico, su lenta y civilizada agonía, auspició de modo preeminente.
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