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MEMORIAS DEL CIGARRAL. Gregorio Marañón Bertrán de Lis. Taurus. Barcelona, 2015. 248 páginas. 28,90 euros.
Memorias del Cigarral no es, en sentido estricto, un libro de Historia; o si lo prefieren, es un breve compendio histórico a la manera de Ginzburg y su "microhistoria". Quiere decirse con esto que en estas Memorias del Cigarral se da la ancha ondulación del tiempo (desde el siglo XVI a nuestros días), no por los grandes sucesos de cada época, sino tamizados o filtrados desde una perspectiva muy concreta. Esta perspectiva es la de El Cigarral de Menores, la célebre casa que el doctor Marañón adquirió, a primeros del XX, en las afueras de Toledo y que hoy está en posesión de su nieto, Gregorio Marañón Bertrán de Lis. A él se debe la autoría de estas memorias; unas memorias que exceden el simple homenaje a la figura de su abuelo, para abarcar un ancho vislumbre de la aventura española. Y es precisamente esta disolución de El Cigarral en la Historia y el paisaje, la que le confiere un interés especial a cuanto aquí se dice.
Si hemos titulado estas líneas como Breviario de la modernidad es porque la propia existencia de El Cigarral corre en paralelo al albor del hombre moderno, por influjo directo del Renacimiento. Así, la indagación de su origen lleva a Bertrán de Lis a la figura de Jerónimo de Miranda, canónigo de la Catedral de Toledo, y religioso estrechamente relacionado con el núcleo erasmista de Valladolid, que años atrás había encontrado su fin en las hogueras del Santo Oficio. Será este Jerónimo de Miranda quien mande erigir, en las afueras de Toledo, una residencia campestre, de corte renacentista (la villa extramuros, ajardinada, grave y recoleta es uno de los grandes signos distintivos del Renacimiento), cuya autoría se debe a Juan Bautista de Monegro. Y será este mismo Jerónimo de Miranda quien done, a su muerte, la villa toledana a los Clérigos Menores, convirtiéndose así en el convento de San Julián hasta que, finalmente, se desvincule de la orden con las sucesivas desamortizaciones de Madoz y Mendizábal. Este viejo convento es el que compra un joven Marañón en marzo de 1921. No debemos olvidar, en cualquier caso, y así lo señala Bertrán de Lis, que aquel Toledo imperial de la contrarreforma es el Toledo de El Greco, sobre cuya primacía pictórica en la España filipina no es necesario insistir (según El Greco, Miguel Ángel, el pobre y desmesurado Buonarroti, "no sabía dibujar"). No debemos olvidar, de igual modo, que será Gregorio Marañón, quien reivindique -quien redescubra, con el precedente de Barrés- la estatura mayúscula de El Greco junto con Ignacio Zuloaga y Manuel Bartolomé Cossío.
Quiere decirse, pues, que El Cigarral de Marañón está íntimamente vinculado al vasto proceso de renovación social y cultural que se inicia con la Generación del 98 y acaba con la Generación del 27 y el advenimiento de la Segunda República. De un modo determinante, en El Cigarral se agavillan, movidos por la amistad, las grandes cabezas de entresiglos: Ortega, Unamuno, d'Ors, Pérez de Ayala, Azaña, Lorca, Madariaga, Azorín, Baroja, Menéndez Pidal, Valle-Inclán, Zuloaga y un formidable etcétera en el que se incluyen Juan Ramón, Gómez de la Serna, Vicente Aleixandre y un lejano y solitario Bécquer, cuando visitó la capital para su Historia de los templos de España. Allí dio lectura Unamuno de su San Manuel Bueno, mártir (para desesperación de Lorca, como se recoge aquí en una maravillosa anécdota); y allí dará lectura Lorca -una lectura íntima y conmovedora, según recuerda Morla Lynch- de sus Bodas de sangre. Allí se fraguará, en definitiva, el germen de una España republicana que acabaría conformando -entre el estupor y la desdicha- esa España errabunda que hoy se conoce como la tercera España.
Digamos para terminar que, en los últimos capítulos, Bertrán de Lis detalla los trabajos de conservación y mejora de El Cigarral, a partir del año 77 (trabajos entre los que se incluye una importante colección de esculturas), así como la decisiva intervención del propio autor en la preservación del entorno toledano y la salvaguarda de su patrimonio arqueológico. Se cumple así que sea el nieto quien dé honrosa continuidad a la labor, ingente y olvidada, de su abuelo.
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