Breviario de hechizos
Literatura
Renacimiento publica 'Magia y vida cotidiana. Andalucía, siglos XVI-XVIII', un singular estudio sobre la magia y la Inquisición del historiador Rafael Martín Soto
Libro ameno y erudito, en la estela de La Rama dorada de Frazer, Magia y vida cotidiana recoge un amplio florilegio de pócimas y ensalmos, extraídos de los archivos de la Inquisición, y cuyo ámbito de estudio es el que da subtítulo al volumen: Andalucía, siglos XVI-XVIII. Sin duda alguna, el lector atento recordará que el doctor Frankenstein, antes de dar vida a la materia inerte, era ávido lector de Paracelso y Cornelio Agripa. De igual modo, quienes hayan acudido a las páginas de Michelet, ya sabrán que a las brujas se las quemaba más por guapas, por su hermosura agreste y enigmática, que por brujas. Y es en este mundo del saber esotérico y el conjuro arcano, donde el profesor Martín Soto ha descubierto, en vasta recopilación, no sólo el vivir atribulado de la grey ocultista; sino también la humanidad esperanzada, la muchedumbre crédula, la fiebre iluminista, que azacaneó esta esquina de Europa durante trescientos años.
Para el lector curioso de este tipo de libros, Magia y vida cotidiana no es ninguna novedad. Ya estaban ahí el mencionado Frazer, la Historia nocturna de Ginzburg, El miedo en Occidente de Delumeau, o acercándonos más a España, los minuciosos estudios de Caro Baroja o Lisón Tolosana, cuyas páginas sobre la brujería o la Santa Compaña dan un sobrecogedor retrato de aquel país aldeano y misérrimo que llega, intacto, a mitad del XX. La novedad, si puede decirse así, en Magia y vida cotidiana, es la escrupulosa combinación de saber y amenidad que aquí se despliega, con la ayuda de un centón de casos, y a cuyo través conocemos algunos viejos invariantes de la conducta humana: la avaricia, la venganza, la lujuria, la infatigable esperanza de la especie. Bien sea un trémulo exorcista, bien una posesa joven y lasciva, bien un adivino impaciente y avaro, en todos ellos la tentación se resuelve en moneda contante o en una piel cercana y seductora. Y siempre, como digo, por el atajo de la magia, del hechizo, de la sabiduría analógica, asuntos cuyo prestigio muere en el siglo ilustrado para renacer, más tarde, en la oscuridad fáustica del Romanticismo.
Todavía en el XVIII, don Diego de Torres Villarroel, Gran Piscator de Salamanca, pronosticaba nacimientos reales y vagos prodigios desde su cátedra de Matemáticas. Hasta allí acudieron, partiendo de innumerables lugares de Europa, cientos de peregrinos que se trasladaban a Castilla para oír la voz oracular de aquel extraño personaje, mezcla tahúr y astrólogo, acogido al equívoco membrete de científico. Caso similar es el de Jospeph Balsamó, el célebre Cagliostro, que a las artes adivinatorias añadió la insinuación de su inmortalidad, urdida ya en tiempos bíblicos (en la portada de un disco de los Beatles, junto a la abrumada cabeza de Poe, aparece el perfil de aquel orate doctrinario y hermético que fue Alistair Crowley; y a finales del XIX, no fueron pocos los mediums que creyeron adivinar el perfil de Jack the Ripper, el ominoso destripador, entre las enfermizas brumas londinenses que retrató Doré).
Así pues, podríamos concluir que la ignorada historia de la magia es también la historia de los deseos humanos. El acierto del profesor Martín Soto, como queda dicho, es convertir esta recopilación de casos andaluces en una nutrida muestra del espíritu que iluminó tres centurias de Europa. Y ello en todos los estamentos y niveles que la renta o la cultura desplegaban. No era sólo el pastor quien requería conjuros contra el mal de su ganado. Era también la doncella, o el caballero en celo, quienes solicitaban un atajo para llegar al tálamo y el cuerpo del amado. En ese mundo de similitudes y correspondencias, en ese extraño universo de simetrías, regido por leyes simples e infalibles, señores y lacayos vivieron la misma realidad alucinada. No en vano Torres Villarroel, devoto servidor de la Duquesa de Alba, soñaba la existencia de un Dios ordenancista y compasivo, un Dios aristotélico y ubicuo, mientras el siglo transitaba ya la senda de Descartes, de Leibnitz, de Kant, de un tembloroso y humano, judío errante al fin, Baruch Spinoza.
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