Dylan: la mayor de las recompensas
Bob Dylan | crítica
El legendario músico, de 82 años, vuelve a Sevilla con un concierto de canciones que, aunque no pertenecen a su época dorada, sí fue una recompensa para los comprometidos con su causa
Bob Dylan ha vuelto a Sevilla. Al auditorio Fibes, el mismo espacio escénico en el que la vez anterior, hace cuatro años, un mes y un día, nos deparó una noche gloriosa. En esta ocasión ha venido dispuesto a conseguirlo por partida doble. Y en la primera de las noches lo ha conseguido. Con creces.
Para la noche del domingo se prevén muchísimos claros entre las butacas, pero la entrada del sábado, si no ha sido de gala, se aproximó muchísimo porque solo se apreciaban butacas vacías en las partes más esquinadas de las plateas y arriba del todo del auditorio, al fondo del segundo anfiteatro. El acceso al interior fue fluido, a pesar del control de seguridad y del proceso de inutilizar nuestros teléfonos móviles en el interior de una especie de jaula de Faraday en forma de funda portátil. Dylan no quiere que se difundan imágenes ni sonidos de sus conciertos y, en realidad, eso que salimos ganando porque sin distracciones tecnológicas toda nuestra atención se concentra en el espectáculo ofrecido.
Al final, como era inevitable, escuché muchos comentarios de queja sobre lo que no había hecho el maestro; siempre ocurre. Pero en el propio cartel que anuncia los conciertos de la gira lo ponía claramente: Las cosas ya no son lo que eran. Esta no es la época dorada de Bob Dylan que todos esos que se quejan supongo que querían encontrar. Una edad de oro hace conversos, no sirve solo para complacer a seguidores convencidos y devotos. Este Rough and Rowdy Ways Tour no es para los neófitos ni para los que se quedaron colgados en tiempos pasados de Dylan; el concierto de anoche le dio la mayor de las recompensas a todos aquellos que están más comprometidos con la causa, como es mi propio caso; el de los que disfrutamos plenamente de Dylan mientras lo tengamos, que ya tiene 82 años, aunque solo nos acordamos de ello cuando le vimos avanzar parsimoniosamente para agradecer los aplausos por un momento, al final.
Desde que Dylan interpretó para su público, inicialmente desconcertado también, en su totalidad los discos de Slow Train Coming y Saved, en 1979 y 80, ayer apenas recordados por una sola canción, Gotta Serve Somebody, del primero de ellos, nunca había vuelto a dedicar una gira -y menos una de tres años por todo el mundo- a un disco en particular. Con excepción de la canción que lo cierra, de una duración superior a los dieciséis minutos, ahora recrea completamente el disco que da nombre a la gira, editado cuando se retiraba la primera gran ola del COVID, y aunque las canciones del concierto no son exactamente escandalosas porque las maneras rudas y ruidosas a las que alude el nombre, se refieren más a los modales de la humanidad, hubo anoche muchas veces en las que deseé no tener que permanecer sentado, como con Most Likely You Go Your Way and I’ll Go Mine, que esta ha sido la vez en que mejor se la he escuchado interpretar desde el Before the Flood, y de eso hace ya 49 años; como con el divertido ritmo de boogaloo de Gotta Serve Somebody, con el que sentí unos escalofríos que no sabía si achacar al pellizco que me daba en las vísceras o al potente aire acondicionado del recinto; y sobre todo con los blues felinos en los que la banda se pavoneaba: Watching the River Flow, nada más empezar, False Prophet, después, o cuando hacía el cambio a los doce compases en I’ll Be Your Baby Tonight. Una banda tremenda que, con la única excepción del batería, que ahora es Jerry Pentecost, permanece con Dylan desde el comienzo de la gira, rodeándolo, inclinados como los heliotropos de las viejas casas señoriales sevillanas: tres guitarristas, Bob Britt, el principal, aunque sin grandes solos en los que lucirse, que a veces se pasaba a la guitarra acústica; Doug Lancio, el que le dio aires de rockabilly al inicio de I'll Be Your Baby Tonight, la canción mencionada antes, del John Wesley Harding del 67, el disco que me dejó la perenne cicatriz dylaniana tras la herida que me causó escuchar cómo lo interpretaba nuestro Mane en el homenaje a Silvio de siete años después; y Donnie Herron, que se ocupaba además del lap steel, la mandolina y el violín; el bajista Tony Garnier cerraba el elenco de músicos que completaba lo que el maestro hacía con su voz, su piano y su armónica consiguiendo juntos además unas transiciones entre las canciones como de jazz y de fantasía, como si la instrumentación de cada una de las que terminaban se conjurase de nuevo en la siguiente a partir de un éter resplandeciente.
La voz la tuvo mejor que en las últimas veces en que lo he escuchado en directo, testimonio de que Dylan es un maestro fundacional de la canción moderna, con una larga historia de interpretaciones similares a la de esta noche, como una esfinge, con una autoridad que no se basa en la belleza de sus fraseos, sino en sus elocuentes frases y en su entrega vocal. Es la voz de la experiencia devastada, pero a veces también suena bonita. Sus letras, claras desde el tercer verso de la primera canción, una vez solventados los iniciales problemas de sonido, salieron perfectamente a la luz, hasta con un aire de alegría que, a pesar de su fama de huraño, hacía ver que estaba de buen humor; tanto que incluso se permitió algunas bromas presentando a los músicos, como la de decir que Tony se había cambiado de perfume hoy, haciendo que este se oliese el sobaquillo siguiéndole la chanza. El piano, la mayoría de las veces tocado de pie, sentado algunas otras durante pocos segundos, con algunos toques desiguales, fue pieza central, con los solos fluyendo de forma exuberante y una de las glorias supremas de esta noche tan especial. Y hasta la armónica, que en sus conciertos de Madrid no la sopló Dylan ni una vez, sonó aquí fuerte y majestuosa durante una recreación maravillosa de To Be Alone With You, con las guitarras eléctricas cambiadas por las acústicas, el bajo eléctrico por el contrabajo y el lap steel por el violín; hasta el público siguió con palmas esta mítica pieza del Nashville Skyline del 69.
My Own Version of You, en la que Dylan se mostró como un chamán, haciendo que toda la fantasía de la canción pareciese real e inquietante, significó un contraste espectacular sobre la aviesa interpretación -el tamaño de tu polla no te llevará a ninguna parte- del blues anterior que fue Black Rider, con un tempo lento e imperturbable, cargado de fatalidad, que repetiría después en Crossing the Rubicon. Antes que este trío de canciones le escuchamos When I Paint My Masterpiece, comenzada solo por él al piano, mientras los demás cambiaban sus instrumentos para unírsele tras un par de estrofas, haciéndola sonar más suave que nunca. Fue una interpretación fabulosa de esta canción mística; una obra maestra de verdad, musical en vez de pictórica como esa a la que alude la canción; y mucha culpa de ello la tuvo el violín de Donnie. El guiño diferente de los repertorios de cada noche fue aquí That Old Black Magic, la canción de Johnny Mercer que Dylan interpretó de una forma muy alegre sobre el ritmo que le marcaba Jerry en sus minutos de mayor buen gusto y perfección, brillando más allá de la humildad que mantuvo en todo momento tras su batería. Mother of muses fue como una oración de inspiración y poder y la alegre versión de Goodbye Jimmy Reed un aguijonazo de afilada ironía. El final llegó con una interpretación majestuosa y hermosa del clásico Every Grain of Sand, que no se apartó mucho de su ritmo de vals, pero al que Dylan agregó un nuevo riff de piano como contrapunto a mitad de camino.
Desde que el caos atronador de la Sinfonía n.° 9 de Beethoven apareció de repente, mientras las sombras de los músicos encontraban su lugar, hasta que volvió a sonar una vez que todos saludaron y recibieron nuestros aplausos, entre los seis refinaron un espectáculo que, si bien no manifestaba constantemente las deudas con las raíces musicales de Dylan, entre otras cosas porque nadie ha acuñado nombres de géneros suficientes para encapsular maravillas como I Contain Multitudes, Key West o I've Made Up My Mind to Give Myself to You, a la que en esta versión en vivo le infundió una ternura aún más melancólica que en la grabada, convirtiendo su escucha en uno de los momentos más hermosos de la noche, no podría haber llegado hasta donde se dirigía si el minesotarra -saludos, Joserra Rodrigo, que usted fue el primero al que le escuché el término- no se hubiera pasado la vida obsesionado por el folk, el rock and roll y el blues. ¿Y hacia dónde se dirigió? Hacia el borde, hasta el final, donde todas las cosas perdidas se recuperan, un lugar especial en el que pudimos apreciar en su totalidad este tremendo collage de referencias eruditas a la cultura alta y baja que es Rough and Rowdy Ways; un reflejo de la grandeza y la fragilidad humana, que también son las del propio Dylan. Porque, tratándose de la condición humana, probablemente el disco también sea bastante autobiográfico. En False Prophet, con algunos enfáticos ataques de honky tonk, declaró: Soy el primero entre iguales, insuperable, el último de los mejores, puedes enterrar al resto. Esto no es ser engreído si puedes respaldarlo. Bob Dylan pudo.
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