Bizancio, entre historia y literatura
'Breve historia de Bizancio'. David Hernández de la Fuente. Alianza. Madrid, 2014. 336 páginas. 10,80 euros.
Recibimos con agrado esta inhabitual síntesis de la historia de Bizancio, una disciplina que despunta por fin en España gracias a los trabajos de historiadores de la tardo-antigüedad como Gonzalo Bravo o Margarita Vallejo, cuya Hispania y Bizancio (Akal, 2012) tuvimos oportunidad de comentar en estas páginas, y de los filólogos que en los últimos años están vertiendo al español las principales obras de la literatura bizantina. Entre la historia y la literatura clásica se mueve con comodidad David Hernández de la Fuente, traductor y escritor, que ahora nos regala esta amena historia del Imperio Romano de Oriente, cuya larga singladura enlaza el mundo antiguo con la Edad Media, proyectando el saber clásico y la subjetividad cristiana en el imaginario moderno.
¿Cómo fue posible esta comunidad de ideas y cultura que superó el milenio de vida conectando en torno al Mediterráneo las experiencias de ciudades y pueblos de tres continentes? Desde luego no como parte de un plan preconcebido sino como consecuencia de la tensión compleja, no pocas veces violenta, pero fértil al cabo, entre la fidelidad a unas raíces (el Imperio cristiano) y la adaptabilidad a los cambios (las amenazas exteriores, las intrigas cortesanas, las controversias religiosas), una dinámica que transformó la herencia grecorromana en civilización bizantina, logrando la prodigiosa alquimia de transfundir, ya en tiempos del filósofo Miguel Pselo, allá por el siglo XI, el caudal gnóstico y platónico en teología y liturgia oriental.
El libro desarrolla este planteamiento en tres partes. La primera, bastante generosa, se dedica a examinar el legado de los emperadores Constantino el Grande, Teodosio y Justiniano. Mientras el cesaropapismo se imponía en el programa monumental de Constantinopla, la educación pagana de las élites convivió con la literatura cristiana que empleaba los géneros del helenismo para expresar una nueva sensibilidad. Era un mundo fluido, de identidades convertibles y cuyo capital simbólico, con sede en Roma, estaba en disputa. Hay que esperar a la crisis posterior a la muerte de Justiniano, bajo la amenaza de los eslavos y la aparición de la nueva frontera del Islam, para que emerja la personalidad de la monarquía greco-oriental, de la corte del basileus y de los grandes monasterios. Entre Heraclio y Basilio el Grande se asienta esta civilización que nunca dejó de inspirarse en el pasado romano, aunque lo interpretase bajo la clave cultural helénica.
La tercera parte del ensayo aborda la fragmentación de Bizancio que siguió a las pérdidas de Italia y Asia Menor. Las monarquías occidentales y Venecia, junto a los turcos, condicionaron el paisaje final. Pero las familias de la aristocracia provincial, invocando una vez más la legitimidad de los emperadores de Roma, restauraron la capital en Constantinopla bajo los Paleólogo, dando sus mejores frutos en las artes y las letras. Así pues, sin ejército, ni territorios, perdido para siempre el Imperio, los sabios griegos compusieron con las piezas de la memoria el último mosaico de esta longeva civilización.
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