El parqué
Jaime Sicilia
Quinta sesión en verde
Sevilla/En el centenario de su nacimiento, Ingmar Bergman (Uppsala, 1918 - Fårö, Gotland, 2007) parece algo olvidado por las nuevas generaciones, que tal vez no conectan con la severa densidad intelectual y filosófica de unas películas que acompañaron la segunda mitad del siglo XX mientras se fraguaba aquella teoría del autor que hizo del sueco, como de Fellini, Bresson, Dreyer o Antonioni, una figura totémica y casi sagrada de la creación cinematográfica más allá de toda circunstancia industrial.
Pero hay una película suya que, sin embargo, ha permanecido con fuerza e incluso ha alcanzado aureola de culto entre la cinefilia más joven y desprejuiciada, una película, Persona, que no sólo parte radicalmente en dos la trayectoria personal y creativa de Bergman, sino que irrumpe, allá por 1966, como la más poderosa, libre y misteriosa encrucijada entre el cine clásico, el cine moderno y el cine experimental. Una película que aún hoy sigue figurando como la mejor del cineasta sueco y una de las mejores de todos los tiempos.
De la misma forma que Fellini salió de una crisis a través de la representación de esa misma crisis en Ocho y medio o Antonioni quiso escapar de su propio éxito saliendo de Italia hacia nuevos paisajes (Blow-up en Inglaterra, Chung-kuo, en China, Zabriskie Point en EEUU), con Persona Bergman encontró la cura para superar un estado de bloqueo, inseguridad, exceso de autoconciencia y ansiedad que lo llevaron a una clínica durante los primeros meses de 1965, donde empezó a esbozar en su cuaderno de notas el guión ("una línea melódica que orquestaré durante el rodaje con mis colaboradores") que daría lugar a la película.
Allí descansaba o huía Bergman del peso de las expectativas, de la rutina de rodar una película al año, de un éxito tras otro desde Un verano con Mónica, a la que siguieron Sonrisas de una noche de verano, El séptimo sello, Fresas salvajes, El rostro, El manantial de la doncella, Como en un espejo o El silencio, de esa figura mediática, vanidosa y triunfadora escrutada a cada instante que amenazaba con sepultar al propio Bergman.
Y es precisamente de esa crisis personal, de los fantasmas y pesadillas del creador frente al espejo, de lo que nos habla esta película única e irrepetible, un ejercicio de transferencia y desdoblamiento que, desde la duda y el temblor, asumiendo el riesgo de la experimentación sobre el terreno y recuperando el goce de rodar, acaba liberando y afirmando a un creador absoluto que parece estar diciendo que él es el cine o, al menos, que el cine, su legado y su futuro se anudan en él.
Persona se abre con un prólogo fascinante e indescifrable, puro lenguaje poético. La luz nace del roce de los carbones incandescentes del proyector para dar paso a una serie de imágenes que, desde la abstracción al símbolo (el sexo masculino, la mano de Cristo crucificada, los rostros de la muerte, las imágenes del cine mudo primitivo, el niño ante la imagen borrosa de la madre...), preludian el proceso de revelación, psicoanálisis y catarsis que articula el tramo narrativo del filme, un tramo que se mueve siempre entre la realidad y el sueño, entre lo concreto (extraído por la cámara de Sven Nykvist de los rostros de sus actrices observados en primer plano, a veces de manera frontal) y lo fantasmal: Elisabet Vogler (Liv Ullmann, en su primer papel junto a Bergman, con quien luego iniciaría una larga relación), una famosa actriz de teatro, sufre una crisis y decide dejar de hablar; recluida en una clínica, aturdida por las imágenes y sonidos del mundo en conflicto, es atendida por una enfermera (Bibi Andersson, antigua musa y amante del cineasta) con la que más tarde pasará una temporada de recuperación en la isla de Fårö, donde, en una relación desigual entre el silencio y la confesión, ambas compartirán rutinas, intimidad, autodescubrimiento y ese espacio del plano que tiende a solaparlas en una única figura.
Bajo la luz dura y blanca de la isla, entre su paisaje mineral y rocoso, estas dos mujeres, realmente las dos caras de una misma (el parecido entre ambas, en el origen de esta elección, es utilizado por Bergman como metáfora del desdoblamiento y la esquizofrenia en una turbadora imagen que funde ambos rostros en uno), se entregan a la lectura, las acciones banales y la conversación (el monólogo), en un juego cada vez más intenso que saca a la luz la confesión íntima (ese relato de un encuentro sexual furtivo, tal vez uno de los más sugestivos y eróticos de la historia del cine, y todo un ejercicio de transposición de las propias fantasías de Bergman en boca de una mujer) y que las acaba distanciando tras la irrupción de la desconfianza y la traición.
Pocas películas han conseguido expandir y escudriñar los rincones de la psique, los temores, fantasías y contradicciones de un cineasta, y pocas han conseguido materializarlo en una forma tan libre y desde un lugar tan impreciso. Persona parece estar haciéndose a sí misma sobre el terreno hasta el punto de romperse literalmente (algunos proyeccionistas pensaron que así era en la famosa escena de la descomposición del fotograma) para reconstruirse de nuevo ante los ojos del espectador, al que Bergman por fin suelta de la mano a la interpretación libre de una confesión asendereada entre lo vivido (la represión, la infancia, los padres) y lo soñado, entre lo temido (el encierro, la humillación, la muerte) y lo fantaseado (el sexo liberado de toda culpa).
"Nunca podemos llegar a entender del todo una película como ésta -comentaba el cineasta-, aunque lo importante no es entender sino tener una experiencia emocional [...] Persona me ha salvado la vida, con ella llegué tan lejos como podía llegar, toqué, con toda libertad, secretos sin palabras que sólo el cine puede descubrir".
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