Un espectacular homenaje a la danza

Ballet for Life | Crítica de danza

La compañía, en uno de sus espectaculares momentos corales.
La compañía, en uno de sus espectaculares momentos corales. / Guillermo Mendo

La ficha

**** ‘Ballet for Life’. Béjart Ballet de Lausanne. Director artístico: Gil Roman. Coreografía: Maurice Béjart. Intérpretes: Bailarines y bailarinas del Béjart Ballet de Lausanne. Música: Queen, Wolfgang Amadeus Mozart. Diseño de vestuario: Gianni Versace. Diseño de iluminación: Clément Cayrol. Iluminación: Dominique Roman. Edición de vídeo: Germaine Cohen. Lugar: Teatro de la Maestranza. Fecha: Viernes, 14 de octubre. Aforo: Casi lleno.

Ver una compañía de la categoría del Béjart Ballet, con más de 30 bailarines en escena, es un auténtico privilegio en la época de restricciones que vivimos. Y más después de la polémica surgida el pasado año en torno a ella y a su célebre escuela Rudra (fundada por Béjart en 1992), obligada a cerrar sus puertas este curso.

Lo cierto es que, tantos años después de la muerte de su fundador y auténtico líder, Maurice Béjart (1927-2007), mantener vivo su espíritu con este nivel de calidad es un verdadero milagro. Algo que solo es posible, además de con los apoyos que le brinda la ciudad suiza de Lausana, con un grandísimo elenco lleno de energía y de una preparación técnica extraordinaria, a las órdenes del actual director Gil Román.

La pieza elegida para este esperado regreso a Sevilla, tras casi veinte años, ha sido una de las más emblemáticas y representadas del Maestro Béjart: Ballet for Life, conocida también como Le Presbytère, ya que el coreógrafo se inspiró en El misterio de la habitación amarilla de Gaston Leroux, un libro en el que el detective Rouletabille utiliza una contraseña que Béjart introduce como metáfora en su obra: "Le presbytère n'a rien perdu de son charme, ni le jardin de son éclat” (El presbiterio no ha perdido su encanto, ni el jardín su esplendor).

Dicho ballet, creado en 1996, es un emotivo homenaje a dos grandes artistas fallecidos, a los 45 años, en 1991 y 1992 respectivamente, a causa del sida: Freddie Mercury, alma de la banda musical británica Queen (aunque nacido en la isla africana de Zanzibar), y el argentino Jorge Donn, bailarín estrella de la compañía y pareja de Béjart.

Un largo y complejo ballet que, gracias al genio de Béjart, se convierte también en un homenaje a la danza misma, ya que, con la libertad y el eclecticismo que lo caracterizaban, mezcla sin prejuicio alguno todos los ingredientes de la danza clásica, con un magnífico el uso de las puntas en algunas mujeres y de los giros y piruetas por parte de toda la compañía, y de la danza neoclásica de los ochenta, con una teatralidad que llega incluso a la pantomima.

La obra se compone de una sucesión de escenas a modo de videoclips de las canciones de Queen entre las que el coreógrafo introduce, sin violencia alguna, cuatro fragmentos musicales de Mozart –del Così fan tutte a la Musique maçonnique- que permitieron, sobre todo, el lucimiento del maestro de ceremonias, un Óscar Eduardo Chacón realmente brillante en sus solos.

A partir de un comienzo algo banal, al ritmo de It’s a beautiful day, Béjart va llenando cada una de las canciones de imágenes y movimiento. Una sucesión sin orden aparente en la que las escenas corales, en las que manda la geometría y una disciplina casi militar, dejan paso a otras más íntimas, con dúos y tríos extremadamente virtuosos y algunos solos espectaculares, llenos de referencias a Donn, que fueron muy aplaudidos por el público.

Con un sugestivo y colorista vestuario, realizado por Gianni Versace poco antes de su muerte, van pasando por el escenario novias de blanco y mujeres de luto, enfermeros empujando camillas, un cantante manteado por sus fans con la banderas británica, una foto de Groucho Marx, un ángel que camina sobre unos altos coturnos y hasta un pequeño cuarto –¿oscuro?- donde se apiñan hasta 16 hombres.

Referencias a una enfermedad que provocó terribles sufrimientos y se llevó consigo a otros muchos artistas -Rudolf Núreyev entre ellos-, amén de los homenajeados. Por eso, de pronto un hombre coge el micrófono y dice: “Nos dijisteis que hiciéramos el amor y no la guerra. ¿Por qué el amor nos hace la guerra?

Sin embargo, por encima de la muerte y del dolor está siempre el amor, la unión de las parejas –homosexuales o heterosexuales, da lo mismo-, la energía de la juventud, el humor y, sobre todo, una vitalidad irrefrenable.

Así, canción tras canción, el Ballet nos ofrece más de hora y media de pura danza. Y cuando se acerca el final, sobre una gran pantalla, aparece el verdadero Jorge Donn en la célebre pieza que su mentor creara para él en 1971: Nijinski, clown de dieu, aunque lo que escuchamos no es la música de Pierre Henry ni de Tchaikovsky, sino el tema I Want To Break Free, del álbum The Works de Queen. La emoción se dispara ante esa vida tan injustamente truncada.

Y el espectáculo termina como empezó, con todos los intérpretes tendidos en el suelo y tapados con las telas que utilizara el enloquecido Nijinski mientras suena The Show Must Go. Un maravilloso tributo a la danza.

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