Baudelaire al desnudo

Sexto Piso reúne por primera vez, en edición del mexicano Ernesto Kavi, todos los dibujos del poeta y sus fragmentos póstumos, en un volumen extraordinario.

Baudelaire al desnudo
Baudelaire al desnudo
Ignacio F. Garmendia

17 de octubre 2012 - 05:00

Dibujos y fragmentos póstumos. Charles Baudelaire. Ed. y trad. Ernesto Kavi. Sexto Piso. Barcelona, 2012. 368 páginas. 24 euros.

Publicado por la misma editorial que hace no mucho dio a conocer los dibujos de Kafka, salvados de la quema por el mismo Max Brod a quien debemos que se haya conservado su obra literaria, este volumen hace lo propio con los de Baudelaire, otro escritor de singularidad irreductible que se interesó por las artes plásticas en mayor medida que el checo. La edición, igualmente impecable en lo material, incorpora en este caso no sólo las leyendas manuscritas asociadas a los dibujos, sino también los Fragmentos póstumos que han sido recogidos o no en anteriores recopilaciones de la obra de Baudelaire. Se trata de un libro no sólo hermoso sino importante, que reproduce por primera vez todos los dibujos conocidos -una parte de los cuales fue publicada en los años veinte por Gallimard pero quedó luego desperdigada en colecciones particulares- y las notas en prosa de la última etapa de su vida. Afirma el editor y traductor de la obra, Ernesto Kavi, que ni siquiera en Francia hay disponible un libro de estas características, lo que da una idea del valor de la edición y también del relativo menosprecio con que los fragmentos, tan elogiados por Nietzsche, han sido recibidos por la crítica.

Muchos de ellos fueron agrupados en la edición de Baudelaire preparada por José Antonio Millán y Javier del Prado para la Biblioteca de Literatura Universal -que seguía el texto de La Pléiade- con el título de Pensamientos y notas autobiográficas, pero la mayor parte de las veces han sido publicados como Diarios íntimos, forzando el sentido de lo que entendemos por tales en una tradición tan dada a la introspección como la francesa. Tan "ingrato nombre", dice Kavi, se debe a los primeros editores de los fragmentos, que no respetaron el orden ni incluyeron todas las hojas, además de proponer ese título equívoco que no refleja de ninguna manera las intenciones del poeta. De modo que junto a Proyectiles (otras veces traducido como Cohetes), Higiene o Mi corazón al desnudo, las tres secciones de mayor enjundia, aparecen aquí listas de títulos o proyectos, aforismos, apuntes y borradores que es preciso leer con cautela, teniendo en cuenta las penosas condiciones de Baudelaire en los últimos años y el hecho evidente de que no conforman un discurso acabado. A este respecto, los mencionados editores del volumen de la BLU prevenían contra el fetichismo literario o los excesos de la crítica exhibicionista, pero no está clara la frontera entre lo que debe o no ser publicado y mucho menos que la cuestión deba llevarse al terreno moral.

Muchos de estos fragmentos son apenas líneas sueltas, pero si los leemos es por venir de un autor -ello ocurre con muy pocos- del que interesa todo, el libro concluido y la anotación volandera, la obra cimera y el boceto previo, el garabato apresurado o la glosa en el margen. Luego, además de los dibujos, que no pasarán a la historia del arte pero aportan un aliciente no pequeño, el volumen ofrece también, en apéndice, la famosa página de Poe en la que el norteamericano retaba a un "hombre ambicioso" -Baudelaire, claro, recogería el guante- a escribir un "pequeño libro" que se titulara Mi corazón al desnudo: "Nunca ningún hombre tendrá el coraje de hacerlo. Ningún hombre podría escribirlo, aun si tuviera el coraje. El papel se haría polvo y se consumiría al contacto de su pluma en llamas". Más un breve y sugerente ensayo del propio Kavi, La teología secreta de Baudelaire, donde el autor define la del poeta francés como una tarea encaminada a la reconstrucción de un orden precario y siempre amenazado de derribo, con palabras que son "la oculta celebración de un sacrificio" destinado a restituir el esplendor perdido.

A veces Baudelaire se muestra enojosamente cercano a su caricatura, cuando flirtea con el satanismo, las drogas y demás zarandajas, pero son sólo resbalones porque de repente, a la vuelta de la página, nos encontramos con la lucidez desesperada de quien sabe que su vida se acaba y no ha logrado hacer -luchó siempre por imponerse la disciplina a la que no tendía por naturaleza- todo lo que habría podido. Decía Borges que el infierno -o el demonio- de los malditos tenía el inconveniente de mostrar que en el fondo, pese al aparatoso despliegue de medios, era para ellos un asunto sin importancia. Como ya no creían en él, simulaban adorarlo. Pero Baudelaire fue un escritor inteligente, de hecho un visionario, y por eso -porque su malditismo no era más que una máscara- su obra ocupa un lugar muy distinto del que la posteridad ha reservado, con toda justicia, a los ejercicios de quienes convirtieron lo accesorio en su principal o única aportación a la literatura del siglo. Como esas piedras extrañas que explican los misterios de la evolución, Baudelaire es un raro diamante en el que podemos apreciar, mientras está sucediendo, el nacimiento de la modernidad, de ahí que cualquier lasca desprendida -por pequeña que sea- alcance un valor extraordinario.

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