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Bardem: un Sísifo en el infierno de la impostura

Un soberbio Bardem aporta la autenticidad a un filme folletinesco.
Carlos Colón

05 de diciembre 2010 - 05:00

Biutiful. Drama, México-España, 2010, 147 min. Dirección: Alejandro González Iñárritu. Guión: A. González Iñárritu. Intérpretes: Javier Bardem, Eduard Fernández, Rubén Ochandiano, Hanna Bouchaib, Diaryata Daff, Guillermo Estrella, Luo Jin, Cheng Tai Shen, Maricel Álvarez. Música: Gustavo Santaolalla. Montaje: Stephen Mirrione. Fotografía: Rodrigo Prieto.

Es indudable que González Iñárritu tiene talento. Con 27 años era uno de los directores más importantes de Televisa. Con 28 creó su propia compañía de producción publicitaria y televisiva. Y a los 37 deslumbró al mundo -nominación al Oscar, premio en Cannes- con su primer largometraje, Amores perros. No era un debutante joven y por eso la película demostraba un sorprendente dominio de los mecanismos de la narración y la puesta en imagen: llegaba al cine tras dos décadas de entrenamiento audiovisual en la frontera más estéticamente discutible a la vez que más seductoramente eficaz: cortos, clips musicales, publicidad. El brillo de su estilo, la fuerza del plano al que lograba exprimirle todo su jugo dramático-visual, la dirección de actores, la agilidad no gratuita de la cámara y el montaje vertiginoso se ponían al servicio del espléndido guión de Arriaga para mostrar un México DF infernal y una naturaleza humana arrasada o abyecta. Nos convenció a todos. La posterior 21 gramos, con la que saltó a Hollywood, olía a impostura argumental y efectismo visual. Babel apestaba a denuncia de diseño, antisistema de alta costura. Su posterior ruptura con el guionista Arriaga le llevó a esta Biutiful que supone una definitiva caída de la máscara: González Inárritu se revela aquí ya del todo como el brillante y hábil impostor que en Babel algunos intuimos.

El guión, en su acumulación de truculencias, parece de broma. En los inframundos barceloneses, retratados con la complacencia feísta de los peores folletines naturalistas, intenta ajustar cuentas con la vida un personaje que aun en una tragedia griega parecería exagerado: enfermo terminal con la vida suficiente para sufrir y arrastrarse por las cloacas de la ciudad, traficante de seres humanos con la conciencia suficiente para sufrir por ello, padre desastroso con la humanidad suficiente para sufrir por sus hijos y ex amante atado por el hilo de amor suficiente para sufrir por una prostituta yonqui y bipolar.

Demasiado, ¿verdad? Como González Inárritu es mexicano sumen a ello el realismo mágico y la obsesión tanatológica.

El disgusto por la utilización frívola del dolor extremo, por el juego con el tremendismo o por el énfasis estilístico que contradice la gravedad de lo narrado sólo queda atenuado por la soberbia interpretación de Bardem, Atlas que se echa la película a sus espaldas logrando que no se despeñe del todo por la peor de las mentiras: la que toma en vano la miseria y el dolor humano. Aunque en realidad es Sísifo más que Atlas: cada vez que con su poderoso trabajo Bardem carga con la película hasta lograr que nos la tomemos en serio, González Iñárritu la derriba con su tremendismo hueco, insincero y folletinesco. Y a empezar otra vez. Por eso el director parece una Penélope que teje (dirigiendo a Bardem) y desteje (insertándolo en un ejercicio de impostura) el tapiz de una de las mejores interpretaciones vistas en mucho tiempo. Imposible saber donde termina el mérito de González Iñárritu como director de actores y donde empieza el de Bardem como intérprete. Lo indudable es el genio del actor.

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