Balidos eléctricos en la terraza
La editorial Cátedra incluye en su colección 'Letras Populares' una magnífica edición del libro '¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?', a cargo del escritor Julián Díez.
¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, la novela más conocida de Philip K. Dick, se construye sobre una dicotomía cara al escritor: integración versus exclusión. Su protagonista central responde asimismo a una visión del mundo típicamente dickiana: Rick Deckard es un individuo gris, voluntarioso empero mediocre, fácilmente sobrepasado por las circunstancias que, llegado el caso, no duda en sacar su lado más mezquino. Deckard trabaja como cazarrecompensas para el Departamento de Policía de San Francisco. ¿Su cometido? Retirar de la circulación androides fuera de control que pudieran convertirse en un peligro para la ciudadanía. No es el mejor en su profesión y, de resultas, le resulta difícil adquirir un animal auténtico; con su sueldo, sólo puede permitirse una oveja eléctrica que sustituyó a la oveja de verdad que le regalara su suegro antes de emigrar fuera de la Tierra. Deckard es lo suficientemente inteligente como para reconocer las deficiencias del sistema, pero no hace nada por corregirlas. Su única meta es integrarse en la comunidad y permitirse los mismos pequeños caprichos de la mayoría de sus vecinos, y la suerte parece sonreírle cuando el cazador de recompensas estrella del departamento, Dave Holden, resulta herido en el curso de una investigación, y él recibe el encargo de localizar y abatir a un pequeño grupo de androides de la serie Nexus-6, el modelo más sofisticado del mercado, huidos de las colonias marcianas.
El protocolo establecido obliga a Deckard a someter a cualquier sospechoso al llamado test Voigt-Kampff a fin de evitar freír con su rayo láser a un ciudadano inocente. El test propone diversas situaciones imaginarias con el objetivo de analizar las respuestas emocionales del individuo sometido a examen. La absoluta falta de empatía delata a los androides; las respuestas programadas no los preparan para responder si de ponerse en el lugar del otro se trata. Y me pregunto yo: en caso de existir el susodicho test, ¿cuántos de nosotros hoy superaríamos satisfactoriamente la prueba? Me pregunto: ¿cuántos de nosotros encierra un potencial replicante bajo la carcasa física que le ha tocado en suerte? Dick también se lo preguntó en su día y se lo preguntaba a cuantos se pusieran a tiro. En Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos (Minotauro), Emmanuel Carrère cuenta que éste solía desafiar a sus amigos y conocidos a demostrarle que eran quienes decían ser y no unos impostores. En ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, Deckard se ve obligado a trabajar temporalmente con otro cazarrecompensas, Phil Resch, que muestra una completa indiferencia a la hora de disparar contra los demás. Enfrentado al dilema esencial, Resch no tiene la certeza de ser humano: los recuerdos de su infancia y juventud podrían ser simples injertos artificiales en su cerebro. Deckard tampoco se libra de la sospecha. En el momento de hacerle el test Voigt-Kampff a Luba Luft, cantante de ópera, ella le pregunta si él se ha sometido alguna vez a esta prueba. La novela se sustenta en otro típico dilema dickiano: los androides huidos reivindican su derecho a la vida -su humanidad- en tanto los seres humanos empiezan a acusar los primeros síntomas de cosificación. Todos, cada uno a su manera, son máquinas de carne y hueso.
La visión del futuro es sangrante, por desoladora. Tenebrosa, por verosímil. No me refiero, aunque no la pierda de vista, a la fijación del protagonista por tener una cabra de verdad (Deckard llegará a entregar el dinero de las recompensas para comprar una a plazos). El mundo se ha convertido en un erial a causa de una conflagración bélica; el polvo radiactivo en suspensión ha aniquilado la práctica totalidad de especies animales y está provocando graves problemas de esterilidad entre los varones, así como la merma del cociente intelectual de la población. Este paisaje triste, solitario y final explica la necesidad compulsiva de poseer un animal cualquiera al precio que sea: el balido eléctrico de la oveja en la terraza ayuda a Deckard a crear una falsa impresión de cotidianidad. Inquietante, por reconocible -aterradora, por inmediata-, es la dependencia de una tecnología sin la cual el ciudadano se revela incapaz de llevar una vida normal. En ese futuro todos los hogares disponen del "climatizador de ánimo Penfield", un dispositivo electrónico con un menú de emociones a la carta: el punto 670 del dial provoca una "paz largamente merecida"; el punto 888 despierta unas ganas locas de ver la televisión "sin importar lo que pongan". El enchufe permanente a las redes sociales y la ubicuidad de la telefonía móvil actuales están en esa línea. En su magnífica introducción a ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (Cátedra), Julián Díez dice de la novela: "el tiempo ha sido generoso con ella. Sus virtudes, en particular la visionaria mixtura hombre-máquina y su anticipación de la tecnología como sucedáneo de las auténticas necesidades del ser humano, cobran renovado vigor con el desarrollo que ha seguido desde entonces la sociedad".
El sentido del humor excéntrico de la novela descolocará a más de uno. Lo digo con conocimiento de causa: yo la leí por primera vez después de ver su famosa adaptación cinematográfica, Blade Runner (1982), y reconozco que este universo extravagante, a un paso de lo grotesco, inicialmente me desconcertó. La lectura del magnífico ensayo de Emmanuel Carrière, arriba citado, me ayudó a conocer al hombre y su circunstancia y abordar su narrativa con mayor conocimiento de causa. Según Carrière, Dick tenía que escribir sus obras deprisa, deprisa, antes de perder el interés por ella, lo cual lo llevaba a atiborrarse primero de anfetaminas (para trabajar… a toda máquina), luego de tranquilizantes (para dejar de trabajar). ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? es tan irregular como fascinante -dos adjetivos que resumen bien la obra dickiana-, desmañada en algún punto, desgarrada en otros. Stanislav Lem, gran admirador suyo, la tachó de excesivamente ambigua. (Pero es que la ambigüedad es asimismo una palabra clave). Según los días, Dick decía que era su mejor novela o que no debería haberla escrito jamás. Carrière cuenta que Dick tenía serios problemas para poner el punto final a sus obras, pues no conocía el desenlace de sus historias. El detalle es revelador: Dick no acababa sus novelas; las abandonaba. Y saltaba de una a otra en una acelerada huida hacia delante.
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