Y Bach se hizo carne

Bien conocido como uno de los más influyentes maestros del historicismo musical, el director John Eliot Gardiner debuta como escritor con un original y apasionante estudio sobre Bach.

Johann Sebastian Bach, en el famoso retrato (1748) de Elias Gottlob Haussmann que inspiró a John Eliot Gardiner.
Johann Sebastian Bach, en el famoso retrato (1748) de Elias Gottlob Haussmann que inspiró a John Eliot Gardiner.
Pablo J. Vayón

08 de noviembre 2015 - 05:00

LA MÚSICA EN EL CASTILLO DEL CIELO. John Eliot Gardiner. Trad. Luis Gago. Acantilado. Barcelona, 2015. 921 páginas. 44 euros.

En el año 2000 John Eliot Gardiner (Dorset, 1943) emprendió uno de los más fascinantes proyectos que haya tenido ocasión de hacer músico alguno en el último medio siglo: interpretar el corpus completo de las cantatas sacras de Bach en las fechas para las que fueron compuestas. Con sus English Baroque Soloists y su Coro Monteverdi, el director británico recorrió trece países y más de sesenta iglesias de Europa y Estados Unidos en un peregrinaje épico (el adjetivo es del propio Gardiner), que quedó documentado en el sello discográfico que él mismo creó para la ocasión, SDG, siglas de Soli Deo Gloria, la divisa con la que Bach firmaba sus partituras, pues la compañía para la que grababa entonces (Deutsche Grammophon, una de las más poderosas empresas del clásico) se reconoció incapaz de asumir la producción completa.

Al principio del encuentro entre Gardiner y Bach está un cuadro, el famoso retrato que E. G. Haussmann hizo del músico en 1748, un lienzo que colgó durante unos años de la infancia del director en su residencia familiar, pues su padre lo había recibido en depósito de un profesor purgado por los nazis que huyó a Gran Bretaña en 1936. En el primero de los catorce capítulos en que divide esta obra, Gardiner rememora este episodio como punto de partida de una auténtica autobiografía artística que llega hasta el Peregrinaje del año 2000 y en la que Bach juega siempre un papel primordial.

La música en el castillo del cielo no se presenta en cualquier caso como una biografía, ni siquiera como un tratado integral sobre la música del Cantor; es más un puzle en catorce grandes piezas que van cercando al personaje desde todos los flancos, de la organización política alemana tras la Guerra de los Treinta Años y las relaciones entre religión, ciencia y educación que de ella se derivaron, a la realidad municipal del Leipzig que a Bach le tocó vivir, el ambiente en el que tuvo que trabajar, su extraordinaria saga familiar o la excepcional quinta musical a la que perteneció (Haendel, Scarlatti, Telemann, Mattheson, Rameau...), lo cercan y lo enfocan antes de lanzarse sobre su obra vocal, que es el terreno en el que Gardiner hace sus principales aportaciones al conocimiento del compositor.

Riguroso con las fuentes y con los documentos, el maestro británico va más allá y pretende cubrir los huecos que deja la información disponible sobre la vida privada de Bach preguntándole directamente a su música, buscando en ella los rastros de la personalidad de un "genio insondable" que como ser humano "posee defectos demasiado evidentes" y resulta "decepcionantemente normal". Es así, tratando de hallar a la vez claves para entender al hombre y al artista, aceptando de partida la complejidad y las contradicciones de su temperamento, como Gardiner hace lo que sólo podía hacer un gran intérprete de la música bachiana, penetrar con una intensidad y una precisión deslumbrantes en el análisis de los ciclos de cantatas, las pasiones o la Misa en si menor.

El recorrido es apasionante para cualquier aficionado medianamente interesado, y bien vale la pena hacerlo sonoro, es decir, acompañando la lectura con la audición de las obras que Gardiner va destripando con penetrante lucidez y vehemente convicción. Se tarda más en terminar el libro, pero la lección que de ello resulta es abrumadora e impagable, pues Gardiner no se limita al desvelamiento de algunos fundamentos técnicos de la música, sino que se mueve con una soltura desusada por sus contextos (teológicos, litúrgicos, históricos, prácticos...) y penetra con escalpelo en sus significados, para terminar concluyendo cómo Bach fue capaz de "producir obras de una luminosa inteligencia, más profundas y mucho más complejas de lo que le exigía cualquier contrato, y a veces con un gran coste personal", todo ello en cumplimiento de una obsesión vital que figuraba ya en su petición al consejo eclesiástico de la iglesia de San Blas de Mühlhausen, en donde trabajó entre 1707 y 1708, la de componer "una música religiosa bien regulada y ordenada para la Gloria de Dios y de conformidad con vuestros deseos".

Aunque de algunos de los documentos públicos vinculados con Bach pueda deducirse lo contrario, Gardiner insiste en el carácter transgresor y originalísimo no sólo del compositor (lo que desmiente la imagen de músico anticuado que difundieron Scheibe, Mattheson y otros tratadistas de su tiempo), sino también del hombre, lo que el escritor inglés deduce de los conflictos conocidos con las autoridades pero también de la forma en que trató muchos de los textos a los que puso música, reforzando el sentido de las palabras o enfrentándolas mediante el uso de afectos paralelos e incluso contradictorios, en un juego continuo de colusión y colisión en el que no renunció ni a la ironía ni a la sátira, y que se desprende también de la grandeza de su música. "Bach tenía demasiado que decir y demasiadas formas de decirlo", lo que finalmente lo condujo a una exploración permanente de las relaciones entre texto y música, sin dejarse intimidar nunca ni por las ideas de sus superiores ni por la solemnidad de la liturgia.

Las distintas capas de significado de su producción, su fuerte poder dramático son permanentemente puestos en valor en una obra que nos sitúa cara a cara frente a la grandeza de un músico sin parangón (y Gardiner lo compara una y otra vez con los más grandes, llámense Monteverdi, Schütz, Mozart, Beethoven o Brahms), pero también frente a sus debilidades, una obra que nos sitúa ante (dentro de, cabría mejor decir) las creaciones de un hombre profundamente enraizado en un tiempo y un país concretos pero que supo trascenderlos con una producción artística de alcance universal que aún nos toca como si estuviera recién acabada, más allá del tiempo, del espacio, de la propia metafísica en la que Bach creía. György Kurtág, uno de los mayores compositores vivos, supo expresarlo mejor: "No creo en los Evangelios de un modo literal, pero una fuga de Bach esconde la Crucifixión: al tiempo que los clavos están remachándose. En música estoy siempre buscando cómo martillear los clavos".

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