Autopsia del progreso

Rafael Chirbes explora en 'Crematorio' el reverso oscuro del paisaje costero actual y la perversiones económicas ligadas a él

Autopsia del progreso
Francisco Camero

21 de septiembre 2011 - 05:00

Crematorio. Rafael Chirbes. Anagrama. Barcelona, 200. 424 páginas. 20 euros.

"Estás tendido sobre una sábana, sobre una lámina de metal, o sobre un mármol. Te estoy viendo". Crematorio, de Rafael Chirbes, una de las novelas más imponentes de la literatura española de los últimos tiempos, comienza con un latigazo de escalofrío y derrota y no acaba mejor. Algún día, dentro de muchos años, cuando nadie recuerde ya demasiado bien cómo era este país en las últimas décadas del siglo XX, sobre qué ruinas se edificó su paisaje moral colectivo, las voces que conforman este libro seguirán murmurando su devastadora elegía colectiva.

En efecto, no es exactamente la novela que uno recomendaría echar en el bolso de la playa. Y sin embargo explica todo ese paisaje tan familiar desde los años 60. Los bloques de apartamentos todos iguales entre sí invadiendo la arena, pisoteando -en tantos casos literalmente- el espacio público, la mística de la segunda vivienda al alcance de todos y de la propiedad como suprema divisa de prestigio y ascenso social; poco después la retórica condena pública del pelotazo ajeno y turbio que en silencio se envidia, la política urbanística degradada a un tosco e indisimulado cambalache de terrenos rústicos y edificables, el perverso deslizamiento semántico que pretende igualar el pragmatismo con el cinismo, el triunfo del si no lo hago yo lo hará el otro como supuesto atenuante universal de los reproches íntimos. Tonto el último, y en la inocencia de los juegos escolares nadie sabe aún que eso es ideología.

"Todas las juventudes se parecen, es en la madurez cuando empieza la diferencia, nos diferenciamos en cómo resolvemos esa desazón originaria, en cómo abordamos el cruce de caminos que se nos presenta a la salida de la juventud. El tiempo que perdimos. La posibilidad de recuperarlo. No tener claro si lo que hicimos fue ganar o perder". Con esta clase de pensamientos se desplaza Rubén Bertomeu en su BMW, escuchando sonatas de Schubert, al tanatorio de Misent, una ciudad de vacaciones ficticia del litoral levantino. Es el cádaver de su hermano Matías, sobre una sábana, sobre una lámina de metal, o sobre un mármol, lo que sabe que encontrará al llegar, y es ese cadáver el que proyecta una sombra que cae sobre los personajes de la novela, envolviéndolos, oscureciéndolos.

En el cruce de caminos a la salida de la juventud, Rubén y Matías Bertomeu, hermanos y camaradas, tomaron direcciones distintas. Matías siguió la inercia de la difusa militancia antifranquista y completó con los años el viaje de rigor: del PCE al PSOE y de éste al desencanto y a los discursos de perfección moral que nunca se vio obligado a ensuciar tratando de llevarlos a la realidad gracias al sustento asegurado del patrimonio familiar; para acabar sus días exiliado del mundo en su casa del monte, ejerciendo entre sus allegados de hermoso perdedor, de apóstol de la izquierda y la justicia, aplicando desesperadamente sus postreras energías en la agricultura new age, la penúltima utopía.

"Eso fue lo peor", le espeta mentalmente Rubén Bertomeu a su hermano, y así se pasa toda la novela, encerrado en su coche carísimo, discutiendo con fantasmas. "Pasarte veinte, treinta años de franquismo, exigiendo que llegara la democracia, y descubrir que llegaba para comunicarte que no le hacías ninguna falta, porque la democracia era la forma más perfecta de exterminio de la política". Rubén supo jugar sus cartas, comprendió, al final del franquismo, que el tablero de juego había cambiado. "Jugamos sucio un tiempo (...) Hicimos lo que tocaba hacer, a eso los clásicos de la economía lo llamaban acumulación primitiva de capital, este país necesitaba formar una clase, y no tenía con qué; ahora la clase cierra las fronteras, está el cupo cubierto, toca procurar que no haya toda esa movilidad social, ese meneo", confiesa (y se absuelve) este arquitecto que prefirió ser constructor porque a éste no le manda nadie.

En Crematorio, Rubén Bertomeu le hace una autopsia moral a su hermano, que lo sigue mirando acusador aun después de muerto, porque su hermano sabía, porque era el anclaje con un pasado en el que todos no eran todavía como serían luego y por eso el hombre de éxito, el dueño de las tierras, el que quita y pone, se esfuerza inútilmente en olvidar. Conviene aclarar ya que la novela va mucho más allá de la corrupción urbanística. "Hemos sido una generación privilegiada. Hemos vivido una etapa inigualable de progreso y, sin embargo, con demasiada frecuencia no sabemos qué hacer con lo que nos brinda. Si no hemos sido más felices, seguramente se debe a que el ser humano no da mucho más de sí", va rumiando el factótum de la costa, convertido en descarnado forense de los ideales de la generación que se encontró el viento de cara al llegar la Transición.

Sin entrar en otras consideraciones, habría que decir también que la reciente serie de televisión realizada a partir de la novela es, sencillamente, otra cosa. Inevitablemente. Pues sucede que Crematorio es literatura en estado puro, es decir, una tensión que se genera y se resuelve en el lenguaje mismo. Ni siquiera existe una trama como tal: importan no los hechos -aunque los hay- sino el poso de suciedad y dolor que dejan en su incesante tránsito por la memoria y la conciencia. De ahí su prosa torrencial, de párrafos densos que no dan un respiro, de ritmo envolvente y punzadas de lirismo que no brotan de lo bello sino de la austeridad y la precisión.

Quizá sólo la excelencia de su escritura permita que el relato atrape con una intensidad cada vez mayor, conforme la crudeza y la ausencia total de esperanza alcanzan cotas asfixiantes. Todo se consume y todo se pudre en esta novela: el territorio, la carne y el espíritu. Y todo, desde el sexo hasta los afectos privados, es una forma de poder y sometimiento. Crematorio es una obra terminal en el sentido estricto de la palabra. Crepuscular como el capitalismo de nuestros días, entregado a la bulimia salvaje por no saber cómo hacer frente a su propia intoxicación de nihilismo.

Agradar es lo último que quiere Rafael Chirbes, un escritor consecuente. En este sentido, es significativo que del puñado de intimidades heridas que narran la novela al límite del cansancio, como esperando, por fin, una tregua que sin embargo nunca llega, tan sólo sea la de Rubén Bertomeu la que se expresa en primera persona. De entre todos los testigos del derrumbe, Chirbes elige al personaje supuestamente más abyecto y nos obliga a mirar como y donde él mira. Desde ahí, se ve estupidez y vanitas, se ve la futilidad de todas las empresas humanas en la hija del magnate, un remedo femenino del tío Matías; en el escritor fracasado, incapaz de encontrar sentido a las cosas; en el lacayo fiel y en la mafioso ruso; en el político miserable y en el capitalista; en el subcontratado, en la puta y en la adolescente malcriada. Nadie, absolutamente nadie, se salva de la quema en este Crematorio, porque todos viven, cada uno a su manera, de la persona a la que desprecian. Nadie es inocente, viene a decirnos Chirbes, y nada, absolutamente nada, sale gratis.

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