"La poesía pide que nos detengamos. La lentitud es la nueva riqueza"
Aurora Luque. Poeta
La autora reivindica a mujeres que miran más allá y amplían horizontes en 'Gavieras', libro con el que ganó el Premio Loewe y en el que celebra "la adquisición luminosa, aún frágil, de la libertad"
"Costó tanto trabajo / escalar mástiles / el camino / gaviera / era la estela", escribe Aurora Luque (Almería, 1962) en Gavieras (Visor), un poemario emocionante y hermoso que toma la peripecia de un grupo de mujeres –de Safo a Teresa de Jesús o Agnès Varda– para reivindicar la libertad, los renaceres y los descubrimientos. Un texto que le valió a Luque, una de las voces indiscutibles de la poesía actual, el Premio Loewe y en el que su autora celebra la ciudad como aventura y el verso como resistencia: "Da la espalda al vecino vertedero / de datos, ruido y prosa. / Traduce –a ver si puedes– / esa gracia del mundo / que es aullido y sonrisa".
–Resulta conmovedor el poema Gavieras, dedicado a la editora Ana Santos, que "inventó la palabra y nos invitó a usarla". Emociona esa idea de que la vida "se hace navegable / si traduce el deseo / si da fe de horizontes".
–Sí, el deseo es el combustible de la vida. El poema Gavieras es un caligrama en el que cada estrofa se dispone como el costado de un barco pero también como el horizonte contemplado desde tierra, con su estela de palabras. El horizonte que cuida y contempla la gaviera es una ampliación de la habitación propia de Virginia Woolf. Ya sabemos que necesitamos, además del camarote propio, una casa, una ciudad, un mar propios y además, todo el horizonte. ¿Vamos a conformarnos con menos? "Eu tamén navegar [Yo también navegar]", hacía decir la poeta gallega Xoana Torres a la Penélope del mito.
–"Por mis antepasadas, no aceptaré más límites, cancelas en umbrales ni candados", asegura en uno de los poemas. En la libertad de hoy resuena, inevitablemente, el eco de aquellas mujeres que fueron privadas de ella.
–Sí. Una libertad muy costosa de adquirir. Una adquisición luminosa, todavía frágil. Ya escribí sobre ello en mi libro anterior, Personal & político. Personal & político En el poema Ojos color jerez, que invoca a Emily Dickinson, lo reconozco: "Sé que mi libertad se ha fabricado /con destellos antiguos". En su libre confinamiento, Dickinson aprendió a volar con las palabras con una fuerza y una libertad perturbadoras.
–Cuando se falló el Loewe, uno de los miembros del jurado, Juan Antonio González Iglesias, definió el libro como una colección de retratos de mujer que componían al final el autorretrato de la autora. Es interesante cómo los personajes a los que admiramos, a quienes leemos, nos acaban definiendo como un rasgo propio.
–Más que retratos, lo que evoco son instantes de audacia combinada con inteligencia: instantes que trastornan la vida. Momentos en los que se decide echar a andar por otro camino. ¿Quién hace los senderos? La exiliada que se reinventa en México como Isabel Oyarzábal o la fundadora de franquicias de convento que fue Teresa de Ávila. Este libro tiene mucho de colección de himnos a esos gestos gavieros.
–Los mitos vuelven a estar muy presentes en este libro, pero para Francisco Díaz de Castro su amor por el mundo clásico ha evitado que se valore todo lo contemporáneo que hay en su reinvención, en su mirada. ¿Está de acuerdo? ¿Dar con Grecia, que en su caso fue una bendición, ha sido de algún modo también una condena?
–Grecia no se gasta nunca, tengo esa certeza. También es verdad que hay cierta pereza en alguna crítica, un dejarse llevar por etiquetas y clasificaciones que se imponen a los poetas cuando empiezan y que luego es muy difícil despegar o matizar. A mí me enorgullece mi condición de filohelena; de los griegos precisamente aprendí a amar el mundo, el día, el sol. Lo dice Aquiles en el Hades: es mejor ser un pobre campesino en la tierra que un rey entre los muertos. Lo dice la poeta Praxila de Sición, que hizo confesar a Adonis muerto que lo que más echaba de menos del mundo de los vivos era la luz del sol, las manzanas y las peras. Por eso me interesan mi presente y mis instrumentos de trabajo: las palabras, el lenguaje haciéndose, el lenguaje que se disfraza y nos quiere engañar: el lenguaje seductor y mentiroso de la publicidad, por ejemplo.
–En Decálogo de la flâneuse se promete amar "una lentitud nueva cada día", reemplazar el ansia de la fotografía por un haiku, coger autobuses "hacia ninguna parte", no sucumbir a "las sumisas guías". Un manifiesto que reivindica el placer de perderse.
–La lentitud es la nueva riqueza. Ya lo apunté en La siesta de Epicuro, en un Himno a la lentitud que dediqué a la poeta francesa Renée Vivien: "Lentitud, fleco de oro que entorpeces /con sol las horas duras, déjame estar en ti. /Que no me arrastre el tiempo con dedos de culebra. /Quiero tu aceite puro, /la seda de tus riendas. /Sólo un tiempo sin bridas, /sólo eso". En el confinamiento de esta primavera la hemos saboreado e inconfesablemente la echaremos de menos. La nueva flâneuse saborea el caminar lentamente, el deambular por la ciudad. El artista flâneur del XIX era asimétrico; las mujeres nunca caminaron libremente por las calles. La mujer de la calle era la prostituta. Toca celebrar una ciudad con ciudadanas que no sólo salgan a comprar o a correr para mantener el cuerpo a tono con los cánones estipulados por una publicidad consumista. Andar para contemplar la ciudad, para hablar con la ciudad, para escribirla.
–En el segundo poema, Aproar, afirma que se sintió "malquerida" por la poesía, "porque yo no la quise a su capricho". ¿Se sintió muy sola, al principio, en ese proceso de forjar su propia voz? ¿Cómo se lleva ahora con su vocación?
–Me he sentido rara en ocasiones, por mis gustos. Cuando ya se cuestionaban desde una poética diferente, a mí me seguían (y me siguen) gustando los novísimos. Cuando la eclosión de la traducción de poesía nos ha servido en ediciones asequibles toda la poesía anglosajona actual, yo he seguido prefiriendo a griegos y romanos. Y a griegos contemporáneos. Ese auge de la poesía traducida impone la tiranía de la arritmia, de la no musicalidad. Tampoco me gusta eso. Y también parecía obligado aborrecer a Europa y denunciar el eurocentrismo y flagelarnos porque hemos sido muy malvados. Pues tampoco. El autoodio a Europa es tan nefasto como el colonialismo incuestionado. Sigo pensando que la tradición clásica, la herencia de los griegos, es infinitamente valiosa, deslumbrante, de una altura humana, intelectual y artística casi insuperable. Y merece ser –críticamente– revisada reaprovechada, reutilizada, reescrita.
–Uno de los textos más bellos del conjunto es el que dedica a la maravillosa Agnès Varda y a sus espigadores. Ahí se pregunta si la poesía no es, también, una celebración de los frutos más humildes: "¿Y si escribir no fuera / sino un himno al final de la cosecha / sino un recolectar despreocupadas / aceitunas o díscolas espigas (…)?"
–Sí, Agnès Varda es una cineasta libre y espléndida porque te enseña cómo mirar. Me admira cómo muestra las distintas variaciones de ese espigar real y metafórico. La poesía tiene mucho de reciclado de recuerdos, de reutilización de residuos de vida, de aprovechamiento de sobras sentimentales, Y además pide a gritos que se detenga esta voracidad, esta prisa para llegar a ninguna parte. Varda nos habla especialmente hoy, cuando la pandemia nos acucia a repensar qué realidades no queremos.
–En su aproximación a los mitos se resiste a esa perspectiva masculina que contó la historia. Lamenta "qué pocos nombraron" a Anfitrite, eclipsada por Poseidón; pide la abolición de tantas diosas "con vientres fecundables".
–Quienes amamos el mundo clásico vemos muy claramente cómo la mitología –rica y compleja, pero ya de por sí patriarcal– ha sido leída en los siglos XIX y XX por filólogos y arqueólogos a través de filtros que la acomodaban en su propio presente, traduciéndola a una ética ¿puritana? que convertía todo icono femenino en diosa o madre o ambas cosas a la vez. Millares de estatuillas femeninas prehistóricas realizadas en infinidad de materiales y formas han sido clasificadas invariablemente como diosas de la fertilidad. Todo, siempre, al servicio de la procreación y de la religión. Se niega cualquier impulso lúdico, meramente artístico. Qué hartura de Robert Graves y de sus diosas-madres-blancas, que prestigiaron esta visión. Por eso creo que hay que releer los mitos: para redescubrir su rica polifonía, para escuchar voces inquietantes como las de las Danaides [halladoras de pozos y fuentes que rechazan el matrimonio impuesto y claman contra Ares] o Anfitrite o la Eurídice que conoce el inframundo o la Afrodita predomesticada y subversiva.
–Entre las licencias que se permite en este libro, está la de tunear a Joaquín Sabina y llevarse una canción suya, La del pirata cojo, a su terreno.
–Surgió la idea de la réplica una vez que escuchaba, en el coche, esa canción, que me encanta. Sabina sueña con ser Casanova, dueño de un burdel, de un harén… Me atrae la idea de ser otros, de vivir vidas soñadas, pero su mundo es poco apetecible para una mujer. Por eso la tuneé cambiando al viejo verde, al seductor canallita y al mirón por mujeres libres y audaces, como Eleonora Fonseca Pimentel, la primera europea que dirigió un periódico político, que acabó ahorcada, por ejemplo, o Zinda de Angola, una reina que se opuso a la esclavitud en el siglo XVII.
–La peripecia de Poimenia, que usted recrea, representa bien la filosofía del libro: la historia de una mujer a la que le cierran las puertas –Juan de Licópolis no la recibe– pero que encuentra en el viaje su sentido.
–Sí, apunto a la imposibilidad de ser. Una persona moviliza sus riquezas, recorre miles de kilómetros movida por una inquietud espiritual… y cuando llega a su destino es despreciada porque su condición de mujer la hace indigna de esa meta. Y también apunto eso, a otra escala, en otro poema, autobiográfico, titulado La no Marisol. El pánico a no ser la niña que se esperaba que fueras. La hostilidad del mundo contra las otras posibilidades del ser. Marisol fue la Barbie pasiva y complaciente para las niñas de los sesenta: un modelo del que ella misma escapó espantada.
–Usted está detrás también de Grecorromanas, un libro editado por Austral que recoge a autoras de la Antigüedad. De ese patrimonio, tristemente, conocemos apenas a Safo.
–Hubo muchas más, de las que conservamos fragmentos escasos pero muy significativos y originales: poca gente sabe que una tal Melino escribió un himno político a Roma en sus orígenes o que Sulpicia escribió una sátira contra la desprotección de los filósofos en la Roma imperial. Mi mala suerte editorial en el confinamiento ha sido cuádruple. Esta primavera tocaba presentar, además de Gavieras, tres traducciones: junto a Grecorromanas. Lírica superviviente (Austral) se han reeditado los Poemas y testimonios de Safo (Acantilado), con los papiros recién descubiertos y con nuevos testimonios. Y también he publicado, en Vaso Roto, Si no, el invierno, mi versión de la versión que Anne Carson hizo de los fragmentos de Safo. Se aprende mucho traduciendo poesía por placer: es como tener una conversación íntima con los poetas a la vez que te van mostrando su taller, su despensa, su armario, su caja de herramientas, sus productos de belleza y el lugar donde sueñan.
–Hay quienes han visto en el confinamiento una oportunidad para reencontrarse con algún clásico de su biblioteca. ¿Es su ceso? Usted, ¿ha vuelto en estos días a alguno?
–Sí, a varios. Los últimos son De senectute de Cicerón, comentado por Alfredo Álvarez Prats, un profesor de filosofía jubilado de la universidad de Granada (que por cierto, es tío mío). Y algo de la Historia natural de Plinio el Viejo, que es uno de esos autores eternamente citados como fuente y casi nunca leídos: cuenta unas historias curiosísimas con penetrantes ojos de romano.
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