Liza y una Tafelmusik extremeña
Atrium Musicae
La Fundación Atrio de Cáceres, vinculada al famoso restaurante con tres estrellas Michelín, ha celebrado con apreciable éxito de público la segunda edición de su festival de música
La ficha
2ª EDICIÓN ATRIUM MUSICAE
Elisabeth Leonskaja, piano. Tres últimas sonatas de Beethoven. Gran Teatro de Cáceres. 9 de febrero.
Manuel Blanco, trompeta; Daniel Oyarzabal, órgano. Concatedral de Santa María de Cáceres. 10 de febrero.
Elisabeth Leonskaja y Julius Drake, pianos; Katia Maderer, soprano; Jonas Müller, barítono. Obras de Schubert. Gran Teatro de Cáceres. 10 de febrero.
Diego Ares, clave. Variaciones Goldberg de Bach. Museo Vostell de Malpartida. 11 de febrero.
Elisabeth Leonskaja, piano.Cuarteto Kandinsky. Obras de Schumann. Gran Teatro de Cáceres. 11 de febrero.
La asociación es tan natural como la vida misma. Comida y música. Quién no tiene en su imaginación alguna de esas películas de ambientación medieval en que reyes y nobles se pegan el banquete padre mientras unos pobres músicos los entretienen durante agotadoras jornadas con sus laúdes, sus flautas, sus violas y sus tambores. En la literatura musical barroca tenemos la Mensa sonora de Biber y las variadísimas colecciones de Tafelmusik (literalmente, Música de mesa), entre las cuales la de Telemann se eleva por encima de todas por su extraordinaria variedad y su inmensa capacidad de seducción.
Vincular los placeres del buen yantar con los de la excelencia sonora es pues una tentación demasiado poderosa como para que en nuestro tiempo no se hubiera probado de mil formas distintas, incluidas las performances experimentales (recuerdo el Hoy comemos con Leonardo del siempre interesante e inimitable Eduardo Polonio). Es la idea que está detrás del proyecto de la Fundación Atrio de Cáceres: atraer a la bellísima ciudad extremeña un fin de semana de invierno a los buenos aficionados a la música de cualquier parte del mundo para un concentrado festival con la referencia a la gastronomía siempre presente. Musicalmente, el proyecto está liderado por Antonio Moral, actual director del Festival de Granada, y uno de los gestores musicales más exitosos de nuestro país, capaz de convertir en un triunfo cualquier certamen sobre el que ponga sus manos, su conocimiento del medio, su don de gentes, su capacidad para seducir por igual a la prensa, al público y a los patrocinadores.
En Cáceres probó el año pasado, la cosa fue bien, este segundo año, la apuesta se ha elevado y ya, en el mismo evento de la clausura, anunciaba las fechas de la tercera edición: será del 29 de enero al 2 de febrero de 2025, y yo me la apuntaría inmediatamente en la agenda, pues la oferta será, seguro, de enorme atractivo. Para 2024, Moral apostó por hacer pivotar todo el certamen en torno a una de las grandes figuras del piano de nuestros días, la georgiana de origen ruso Elisabeth Leonskaja (Tiflis, 1945), y acertó, pues Leonskaja –Liza como es conocida en el ambiente pianístico internacional–, que no había estado nunca en Cáceres, deslumbró a la concurrencia, que llenó prácticamente sus tres comparecencias en el Gran Teatro –una bombonera con 560 asientos de aforo y una acústica no ideal pero aceptable– y la ovacionó repetidamente.
El Festival se había inaugurado oficialmente el jueves 8, con un concierto celebrado en el Palacio de Congresos en el que la Orquesta de Extremadura ofreció el Requiem de Mozart y al que no pude asistir. Así que mi debut en la muestra fue con Leonskaja, que el viernes 9 tocó las tres últimas sonatas de Beethoven, una prueba perfecta para medir el estado físico y mental, de concentración y compromiso de cualquier pianista. Leonskaja ha cumplido ya 78 años, pero demostró hallarse en una forma impecable. Desde el movimiento inicial de la Op.109, en la que manejó con dialéctica prestancia el toque pastoral del Adagio espressivo con la gracia del Vivace ma non troppo, a la monumental Arietta que cierra la Op.111, que culminó con unos trinos extasiadores, la artista rusa dejó el magisterio hondo de alguien que conoce todos los recovecos de las partituras, manejando con sobriedad el pedal, contrastando dinámicas con generosidad e integrando las grandes líneas arquitectónicas, sin las que Beethoven se diluye sin remedio, con la emoción de los detalles. Inolvidable concierto.
Luego la mayor parte de la grey musical (incluida la propia Leonskaja, nuevamente ovacionada) se trasladó al restaurante Torre de Sande donde esperaba un menú degustación con el título de Los clásicos de Atrio y algunas de las elaboraciones históricas de Toño Pérez, el cocinero milagro de Cáceres.
A la mañana siguiente la cita era en la Concatedral de Santa María, bellísimo templo declarado patrimonio de la Humanidad, donde Manuel Blanco, trompetista solista de la ONE, y Daniel Oyarzabal, soberbio organista y músico de una flexibilidad extrema, ofrecieron un concierto variadísimo, entre barrocos y románticos, dominado por la perfección técnica, la exaltación sonora (esa Suite gótica de Boëllman) y la emoción, que alcanzó cotas altísimas en Bach y en un arreglo final, como propina, de un Piazzolla mágico.
Por la tarde, vuelta al Gran Teatro para una de las grandísimas especialidades de Leonskaja: su Schubert es proverbialmente admirable, por su paleta de colores, llena de claroscuros, su habilidad para matizar las divinas repeticiones del genio vienés y para destacar sus audacias armónicas. A Leonskaja le bastó una sonata juvenil (la D 537) para mostrarlo en toda su esencia (maravilloso Allegretto), rematándolo en un final glorioso junto al pianista Julius Drake en una Fantasía en fa menor por completo absorbente. Entre medias, Drake, uno de los grandes acompañantes del panorama internacional, guio a dos jóvenes cantantes bávaros, aun en formación, por los innumerables escollos derivados de la relación de Schubert con la poesía de Goethe. Me pareció más forjada la voz de Katja Maderer, capaz de dar a Mignon una pátina de elegante melancolía y de ofrecer un pulido Margarita en la rueca, mientras Jonas Müller, barítono lírico algo corto por los graves, destacó más en las canciones narrativas. Deliciosa Schubertiada en cualquier caso.
En domingo tocaba viaje, entre la lluvia, hasta Malpartida (dos autobuses puso la organización para los interesados) junto al monumento natural de los Barruecos, donde hace casi cincuenta años el artista alemán Wolf Vostell montó un singular museo de arte contemporáneo muy orientado hacia el universo de Fluxus. Allí se celebra un Festival de Música contemporánea y el domingo 11 tuvo lugar la actuación de Diego Ares, que sirvió una vez más sus Variaciones Goldberg que ha llevado ya por medio mundo y ha grabado para Harmonia Mundi. Arrancó el aria casi mecánicamente (como un guiño a la naturaleza del museo), respetó la forma binaria y sus repeticiones casi de forma reverencial, pero, eso sí, las ornamentó luego de manera variadísima y fantasiosa, incluido el da capo del aria con el que jugueteó de manera magistral.
La lluvia obligó a cancelar el vermut musical previsto al aire libre, ante el museo, en un paraje natural de deslumbrante belleza. Así que la atención se concentró ya esa misma tarde en la vuelta al Gran Teatro para la clausura con un monográfico Schumann. Leonskaja mostró la potencia de sus manos en unos encendidos Estudios SinfónicosOp.13 y su capacidad para el diálogo en un Quinteto con piano en el que el tono concertante quedó francamente diluido por una interpretación en que la pianista pareció rendida a destacar al Cuarteto Kandinsky, un grupo aún bisoño que se forma con ella, y que había ofrecido el Cuarteto nº1 con pasión e intensidad indiscutibles, pero algunas irregularidades de empaste y desencuentros varios.
Esperaba ya la cena.
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