De camino a ninguna parte

Asylum | Crítica de danza

Las escenas corales dominan la compleja y oscura coreografía de 'Asylum'.
Las escenas corales dominan la compleja y oscura coreografía de 'Asylum'. / Eyal Hirsch

La ficha

**** ‘Asylum’. Kibbutz Contemporary Dance Company. Director Artístico: Rami Be’er. Coreografía, diseño escénico e iluminación: Rami Be’er. Diseño de vestuario: Rami Be’er / Lilach Hatzbani. Bailarines/as: May Assor, Léa Bessoudo, Anastasia Cheshun, Megan Doheny, SuJeong Kim, Ilya Nikurov, Dvir Levi, Nicholas Garlo, Nika LilekMichal Vach, Luigi Civitarese, Eden Beckerman, Francisco Camarneiro, Orin Zvulun, Francesco Cuoccio, Tamar Bieller. Fecha: Martes, 26 de abril. Lugar: Teatro de la Maestranza. Aforo: Tres cuartos.

Con una única función, la Kibbutz Contemporary Dance Company, con sede en un auténtico kibutz al norte de Galilea, pasó por el teatro de la Maestranza con uno de sus últimos trabajos, Asylum.

Una pieza muy diferente a la que trajera en 2013 al Festival de Itálica. Aquella, If at All, era una auténtica celebración de la vida en común, y por ello el círculo constituía el planteamiento coreográfico principal. En Asylum, casi diez turbulentos años después, su carismático director y coreógrafo Rami Be’er no puede obviar la situación que vivimos y afronta, siempre con su lenguaje dinámico y ambiguo, el controvertido tema de la inmigración.

Sin juzgar ni identificarse con los grupos humanos que quiere representar -eso deja que lo haga el espectador con su bagaje personal- Be’er ha realizado una pieza oscura, con pocas sorpresas, pero con una gran unidad de composición. Una coherencia a la que ayuda el hecho de sea él mismo quien firme, junto con la coreografía, la concepción del espacio escénico y del vestuario, así como la iluminación.

Su lenguaje es vigoroso y muy buena la técnica de los dieciséis bailarines que habitan un espacio vacío con varias calles en ambos hombros del escenario e iluminado de modo que a veces nos remite a un espacio cerrado y vigilado.

Una banda sonora inquietante y eficacísima acompaña en todo momento el ir y venir sin rumbo aparente de los bailarines, siendo la del pelotón, más o menos marcial, la idea recurrente de la coreografía. Así, es el grupo el que domina, aunque no faltan los solos y unos dúos que la contradicción entre el ansia de acercamiento y de huida de sus protagonistas convierte en encuentros, si no violentos, sí bastante ásperos.

A veces alguien da órdenes con un megáfono, o se oye repetidamente el 712213, tal vez el número de identificación del padre de Be’er, superviviente del Holocausto al igual que Yehudit Arnon, su maestra y fundadora de la compañía en 1973. Otras, parte del pelotón cae al suelo y, con sus vestidos negros, dan la impresión de fardos abandonados en cualquier parte. Siempre, sin embargo, hay una huida del caos a través de la simetría, con rectángulos de tres lados, con marchas repetidas a derecha o a izquierda y con unas rápidas y espectaculares caminatas individuales hacia atrás, de puerta a puerta en el escenario.

Da la impresión de que nadie puede encontrar un hogar, pero como decíamos al comienzo, Be’er -como la mayoría de los creadores israelíes- mantiene siempre su distancia y nos regala ambiguas escenas donde los miembros del pelotón -las mujeres con las piernas al aire- no solo se llevan las manos al corazón o las levantan como si llevaran un arma, sino que mueven las caderas de la forma más sexi. Tal vez para mostrar que, por encima de todo, está el placer de bailar. Un raro placer en medio de tanta oscuridad.

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