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V Premio Manuel Clavero
Puedo decir que tuve la fortuna de ser alumno de Carmen Laffón. A comienzos de los años ochenta, en la asignatura de Dibujo del natural se respiraba un aire muy diferente al de la mediocridad reinante en en la Facultad de Bellas Artes de Sevilla; José Luis Mauri y Carmen Laffón ayudaban a Miguel Pérez Aguilera en su tarea y sus clases no dejaban indiferentes a los que asistimos a ellas. Más allá de las típicas formulas o técnicas que muchos deseaban aprender, la experiencia de su enseñanza se sustancia, en mi caso, en algo que con el tiempo he venido a considerar más valioso. Carmen nos puso en contacto con el mundo real del arte del momento. Y desde el principio nos trató con afectuoso respeto y consideración, algo que creo podrán corroborar cuantos fueron sus alumnos. Por lo que a mí respecta, más allá de lo que pudiera representar entonces su tarea como profesora, he podido apreciar cómo a lo largo de los años nunca ha dejado de enseñarnos a amar nuestra profesión, mostrándonos en todo momento cariño y solidaridad. En su aparente fragilidad, Carmen Laffón ha sabido transmitir con su ejemplo la fortaleza del amor que atesora por la pintura y por el arte, y siempre lo ha hecho con una inmensa generosidad hacia sus colegas.
Pero hay algunos aspectos que me gustaría resaltar y sobre los que particularmente quisiera expresar mi reconocimiento.
Carmen trata de evitar hablar en público. El pintor suele callar porque las palabras a menudo le resultan un instrumento insuficiente. No se trata de permanecer en silencio, se trata de que el pensamiento visual, como un río, fluye para el artista con las imágenes, mientras que las palabras le suponen diques que detienen esa corriente. Recuerdo un día frente a la playa de La Jara, en Sanlúcar, donde por momentos la costa de Huelva se agiganta y aparece cercana, para diluirse más tarde y regresar a la distancia que le es propia. Un grupo de amigos que acompañábamos a Carmen, admirados por el espejismo que la naturaleza nos ponía ante los ojos, especulábamos sobre las causas del fenómeno, mientras Carmen sonreía; conocedora de cada rincón de esa costa, sabía que cualquier aseveración habría de ser por fuerza imprecisa. Es precisamente en este terreno ambiguo entre tierra, mar y cielo donde creo que Carmen afirma lo mejor de su magisterio. Decía Davenport que "una forma de conocer los hechos es contemplarlos como si nunca los hubiéramos visto, hacer de lo familiar un enigma"; aunque para ello debamos reconocer que las palabras no forman parte de lo que vemos. Lo visible está ahí delante de nuestros ojos, sin más, y es así como lo que vemos en cada momento, se convierte en lo que nunca antes habíamos visto. Eso es lo que, en aquella ocasión, creí adivinar en su sonrisa amable y cómplice. Creo que esta actitud resulta fundamental para entender su trayectoria y engrandece la percepción de su obra.
Es necesario reconocer que las certezas absolutas no existen. Sabemos que la idea de una pintura no es una pintura. La pintura se hace con marcas sobre la superficie del lienzo, como el poema se hace con palabras antes que con ideas. El movimiento moderno reservó al artista un papel de creador de certezas y dogmas que en buena medida no se correspondía con la dialéctica de las obras realizadas. Aún hoy día andamos enredados entre esas zarzas llenas de espinas. A Matisse no le gustaba el juego del ajedrez porque, según decía, se sentía incapaz de jugar con signos que nunca cambian; Carmen sabe muy bien que, en una pintura o en un dibujo, cada marca realizada altera las precedentes y no hay signo, por insignificante que parezca, que no venga a modificar el relato. Por ello, insiste siempre en que la aventura del proceso de hacer es la que constituye el relato más importante para el artista y, por ello, también, se resiste a abandonarla haciendo muy suya la afirmación de Valery de que un poema nunca se termina, tan sólo se abandona.
Así pues, una vez aceptado que debemos vivir en la incertidumbre, nos debemos de esforzar en hacer de ésta la materia prima de nuestro arte. Cuando veo hoy a Carmen comprometida en su trabajo diario, asumiendo nuevos trabajos sin temor al riesgo, cuando otros artistas en su situación suelen darse por satisfechos con amortizar los logros realizados, crece mi admiración y mi respeto por ella. Admiración porque ha sabido construir un mundo que se funde firmemente con su obra y del que me es imposible desligarla. Y respeto porque, en ese actuar en la vida, con discreción y elegancia exquisitas, ha sabido mostrarnos un camino lleno de amor por lo visible, lo que en esencia significa por nosotros mismos.
Dejemos que sea Fernando Pessoa, en palabras de su heterónimo Alvaro de Campos, quien nos interpele: "¿De qué sirve el arte que quiere ser vida, sin la vida que quiere ser arte?"
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