Alba Molina | crítica
No lo es ni pretende serlo
Es ya tarde, de madrugada. La hora en que el informativo, el último del día, habla de arte. El busto parlante de turno pronuncia la palabra inevitable: creador, creadora. Un tópico que viene de lejos. Empezaron a usarlo los ilustrados hace casi tres siglos. ¿Por qué esa palabra para referirse al arte? En esa época, cuando el arte empieza a ser lo que es hoy para nosotros, se quería distinguir al artista del artesano. Se pensaba que el artista, como autor, quería inventar, deseaba hacer cuanto hasta entonces no se había hecho. El artesano en cambio era ante todo fidelidad al oficio: lo había recibido de su maestro y quería transmitirlo a sus aprendices. Era necesaria otra distinción: en ese mismo tiempo, el siglo XVIII, la ciencia tenía ya entidad propia, diferente de otros modos de conocimiento. También mostraba su capacidad de invención. ¿Cómo separarla de esa otra invención que empezó a llamarse arte? Para dar a cada uno lo suyo, se adjudicó al científico la investigación sistemática y la capacidad racional, reservándose al artista, la fantasía y la creación.
No hace falta conocer demasiado la historia de la ciencia para advertir cuánta imaginación inventiva precisa el científico y qué amplio uso hace de ella. Igualmente es notorio que si el artista encuentra, es porque rastrea, reflexiona y experimenta, y para ello ha de cultivar la inteligencia y perfeccionar el oficio.
Ramón David Morales (Sevilla, 1977) es buena muestra de ello. Su preocupación por el oficio ya aparecía en el título de su segunda exposición individual (galería Cave Canem, 2005): Mi camiseta blanca manchada de pintura negra. Su ejecutoria muestra que esa expresión no quedó en mera declaración de intenciones. Lo mismo cabe decir del estudio: su primera individual (SaladeStar, 2002) encerraba una reflexión muy personal sobre la historia del arte y desde entonces su trabajo ha sido en buena parte una larga investigación sobre las posibilidades de la pintura. Es este quehacer sostenido y no una presunta creatio ex nihilo lo que da solvencia y solidez a sus piezas, una obra cada vez más personal.
Morales, en un primer momento, prestó especial atención al espacio. Sus mochilas remitían al paisaje, sin necesidad de representarlo, y la imaginería del skate hablaba de ritmos y breves fragmentos del espacio-tiempo. Estaban además los grandes riscos, como el de Tienda colgante, que indagaban las posibilidades espaciales del formato y hacían pensar en Kant, para quien toda magnitud era estética.
Mas tarde su pintura se hizo precisa, casi exacta. Con trazos firmes (Almocafre al cielo) y colores intensos (irónico Amanecer en directo) elaboró cuadros, entre el cartel y el aforismo, que hablaban de algo que conoce por experiencia propia, el esforzado trabajo del campo.
En la actual muestra, el color, conservando la variedad en las tintas, se oscurece, buscando una tonalidad uniforme. La pintura se hace así plana, bidimensional, huyendo de todo exceso ilusionista, pero la línea y el matizado color llenan los cuadros de ritmo, haciéndolos vibrar. Lo consigue a veces con una elegante construcción geométrica: así ocurre en La carreta. La rueda es una brillante circunferencia anaranjada, con el sol como centro, inscrita en un trapecio, rojo oscuro arriba y verde apagado abajo. Ambos colores interactúan con el fino trazo bermellón de la llanta. Sobre la rueda y con inclinación contraria a la del trapecio, un cuadrado verde cuya intensidad cambia según qué campo de color atraviese. Color, geometría y formato se alían así para producir una construcción acabada.
En otros cuadros, el protagonista decisivo es la línea. El pararrayos o el torno del alfarero son dos casos señeros del uso de la línea: crea ritmo y a la vez une campos de color de matizados contrastes.
El título de la muestra marca una cierta continuidad con la anterior. Sólo que aquí no se habla del campo sino de la tierra, a la vez astro, suelo y materia. De ahí las alusiones al oficio (del alfarero al herrero), a los ciclos naturales (del día, el año, la luna) y a la luz. Por ello rememora el célebre experimento de Newton. El paso de la luz al color (casi una síntesis de la exposición) se concreta en otra acertada construcción: el rayo de sol se convierte en diagonal y el prisma transparente conecta con sucesivos cuerpos geométricos superpuestos en el eje de simetría del lienzo. Estas formas distribuyen el espacio en dos trapecios, luminoso azul a la derecha y sombrío verde a la izquierda, que abajo forman un gran pentágono, gris e irregular, el cuadro.
La muestra en suma es una pausada indagación sobre la geometría y el color, y su mutuo equilibrio. Ninguno de esos elementos domina al otro. Quizá esto responda a la pregunta por el espacio formulada hace tiempo por el autor.
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