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Arte y publicidad: el desconcierto del 'pop art'

Tiempos de arte

La recepción del pop en la España de los 60 fue laboriosa, pero el nuevo lenguaje acabó pese a todo abriendo fértiles vías

‘El intruso’, de Equipo Crónica, una obra que alcanzó gran resonancia y en la que el Guerrero del Antifaz irrumpía sorpresivamente en el 'Guernica' / D. S.
Juan Bosco Díaz-Urmeneta

18 de agosto 2020 - 06:00

Sevilla/La recepción del arte-pop en España fue laboriosa. ¿Qué sentido tenía llamar bodegón a algo con dimensiones de valla publicitaria, donde se había pintado, desde luego con rigor, un paquete de tabaco, una lata de cerveza y un enorme bocadillo? ¿Cómo considerar arte a aquella chica con un gran balón de playa tomada, casi literalmente, del anuncio de un hotel de fin de semana, o a un gran cuadrado de algo más de dos metros de lado que se limitaba a perfilar con bandas azul brillante, dos piernas de mujer, anuncio de un par de medias? Para más complicación, las reproducciones de la mayoría de revistas de arte disponibles en España carecían de color. ¿Qué pensar de este tipo de arte?

España, mediados los 60, tenía un nivel de consumo relativamente bajo. Es cierto que la televisión (no demasiado abundante aún) comenzaba a plantear ciertos interrogantes. Los telefilmes mostraban hogares con una capacidad de compra que aquí apenas se barruntaba. En medios más ilustrados, permanecía la devoción a Sam Spade o Philip Marlowe, estoicos bebedores, vestidos correctamente y con despachos modestos. Faltaban años para que Hitchcock, en La trama, introdujera a dos detectives pop: la medium Blanche Tyler (devorando hamburguesas en su cocina perfectamente equipada) y el taxista, algo incauto, Georg Lumley.

Por eso no sorprende que entre nosotros los artistas convirtieran el pop-art, aquel extraño lenguaje, en críticas al franquismo, valiéndose del cómic, recortes de prensa o intervenciones sobre la pintura tradicional. Fue célebre la irrupción que hizo el Equipo Crónica del Guerrero del Antifaz en el Guernica, pero quizá Luis Gordillo comprendió mejor qué se venía encima: sus Cabezas rotas lucían sonrisas de anuncios de dentífricos, desde brillantes horizontes azules. En los medios académicos la recepción fue, en términos generales, más pobre: el arte pop sólo era un nuevo dadaísmo o una contaminación de la sociedad de consumo.

'Girl with ball', de Roy Lichtenstein. / D. S.

Pero ¿cuál fue el alcance del arte-pop, en especial en su relación con la publicidad? En primera instancia, cabría hablar de una apuesta por conectar arte y lenguaje público. Durante años el arte en Nueva York se había ejercitado en una subjetividad atormentada. Los lenguajes del expresionismo abstracto se dirigían a la esfera privada, incluso, según algunos, a aquella propia de lo sagrado. El arte-pop exploraba un territorio que buscaba, como señaló el crítico Nicolas Cala, hacer arte con lo que no se tenía por tal o si se prefiere, situarse entre el arte y el no-arte.

¿Por qué esta preocupación? El destino final del New Deal, la intervención del Estado en la economía, fue la industria bélica. Esa industria, ya en los años de la Guerra Fría, como indicaron analistas de la época, generó nuevos materiales (el plástico, por ejemplo) y una porción de aparatos que alteraron el interior de hogares que no eran precisamente ricos sino los de la middle-class. Hubo una clave financiera que señaló Daniel Bell: la venta a plazos. Un extenso aparato publicitario fomentaba esa economía que convirtió en fetiches los diversos electrodomésticos o el automóvil de bajo consumo. ¿Cómo podía permanecer el arte en un mundo superior pero apartado de las imágenes que tentaban a millones de ciudadanos?

Tal sociedad de la abundancia generó además sus tópicos, estimulada por la imagen que los británicos llamaron popular, esto es, la del cine (es la época de las superproducciones para competir con la televisión), la música rock, la revista ilustrada y el cómic (nacidos antes de la guerra, se expandieron condiderablemente en los años siguientes). Son los prototipos de una nueva cultura que el arte tampoco quiso ignorar.

'Paisaje 2', de Tom Wesselmann. / D. S.

Tom Wesselmann, Robert Rosenquist, Roy Lichtenstein y Claes Oldenburg iniciaron de este modo una vía –no uniforme ni homogénea– que pretendía explorar el nuevo modo de vida. A diferencia de los británicos, los autores del pop neoyorquino no fueron necesariamente críticos. Wesselmann y Lichtenstein se contentaron con establecer un distanciamiento respecto a la imagen de masas gracias a sus lenguajes artísticos. La ironía de Wesselmann (sus paisajes: un Volkswagen Escarabajo junto a un árbol de alguna sustancia plástica), los puntos benday al estilo de los cómics en Lichtenstein. Oldenburg sí plantea una crítica potente, más que al consumo, al mercado y a la economía de la obsolescencia. En sus exposiciones-tiendas, todo se podía comprar con una moneda ficticia, el Ray-Gun (pistola de rayos), extraño objeto híbrido de pistola y secador del pelo). Rosenquist, por su parte, señaló la aparición de una nueva sensibilidad, confusa, fragmentada e indiferente. En F-111, (26 metros de largo por algo más de tres de altura) pinta aquel avión que destrozó Vietnam y sobre él un niño con el casco de un secador de peluquería (¿es el piloto?), un plato de espaguetis o un buzo coronado por una nube nuclear. Quede así este bagaje de urgencia de aquella intensa relación entre arte y publicidad.

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