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Arte de los fogones

El tema de la semana

Centenario de Álvaro Cunqueiro. Cuando se cumplen cien años de su nacimiento y 30 de su muerte, la Biblioteca Castro y Tusquests reeditan sus grandes obras. El escritor de Mondoñedo (Lugo), dueño de una prosa de gran singularidad, destacó por el carácter alegre de su imaginación.

El escritor gallego, en una de las tabernas de típicas de la zona.
Manuel Gregorio González

20 de julio 2011 - 05:00

La cocina cristiana de Occidente. Álvaro Cunqueiro. Tusquets Editores. Barcelona, 2011. 288 páginas. 9,95 euros.

Puesta aparte la marquesa de Parabere, hija de un cónsul frances, son pocos los autores españoles que se han dedicado al asunto de los fogones, a la literatura coquinaria, y en suma, a la glosa gastronómica de las cocinas patrias. Si exceptuamos a Pla y su Cuadern gris, al Julio Camba de La casa de Lúculo, a los saberes periodísticos de Nestor Luján y Xabier Domingo, más la erudición melancólica de Pepe Carvalho, el personaje de Montalbán, que arrojaba sus libros predilectos a la chimenea de Vallvidrera, alta ya la madrugada, mientras descorchaba botellas de un blanco helado... Si exceptuamos esta sucinta nómina de escritores, repito, sólo nos queda la limpia magistratura de Cunqueiro; magisterio que no se ciñe únicamente a la escrupulosa ciencia de las marmitas, sino que debe su más noble primacía a la prosa excepcional, de una alegría nostálgica, pregnante y erudita, que el autor mindoniense desplegó en cada uno de los textos (y fueron muchos), que dedicó al noble arte de comer, asunto éste que ya en sus días Cunqueiro creyó en peligro, a consecuencia de la industrialización y robotización que entonces asomaban su esplendor metálico, allá por los 60.

Sea como fuere, en La cocina cristiana de Occidente, libro capital de las letras cunquerianas, lo que se recoge no es, en ningún caso, un simple vademécum de recetas, hoy tan al uso, sino el vasto precipitado histórico: hombres y armas, leyes y costumbres, las invenciones y los sueños de una hora del mundo, en el que el hombre dio lo mejor de sí ante la mesa y los manteles. Al contrario que el Carvalho de Montalban, que había heredado del Romanticismo aquella dolorosa escisión entre vida y cultura que abrumó a Baudelaire (Carvalho, preparando un arroz con bogavante mientras arroja al fuego algún volumen de Gramsci), en la escritura gastronómica de Cunqueiro lo que se expresa, lo que se data, lo que se celebra cordialmente, es la superabundancia vital y cultural que la cocina resume, quizá como ninguna otra de las artes humanas. En la cocina, dice Álvaro Cunqueiro al comenzar de este libro, el hombre civilizado "puso más imaginación que en el amor, o que en la guerra". Y es esta íntima relación entre la cultura y los fogones, tan obvia por otra parte, la que fundamenta estas estampas y divagaciones, de altísima invención literaria, y donde al Calvados que bebió Chateubriand, errante por las landas de Bretaña, cuyas soledades acogieron a los conjurados legitimistas en los días de la Revolución, venía a unírsele el Malvasía de Chipre, al que fueron tan aficionados los señores de la Sublime Puerta, o el barrilito de ostras que el doctor Johnson, formidable polemista del XVIII, se embaulaba por las tabernas de Londres mientras discutía sobre libre albedrío y denigraba a los escoceses (su propio biógrafo y amigo, James Boswell, era nativo de Edimburgo, lo cual nunca le impidió despreciar en público a los compatriotas de William Wallace).

En fin, en Cunqueiro está, sobre el impulso gastronómico, sobre la curiosidad y la gula, la necesidad de contar la inagotable invención humana. En alguno de sus artículos se definió con las tres ces, carnívoro, cartesiano y católico, que señalan ya la idea de Europa, de sus saberes y logros, en la que militó este excelente escritor imaginativo, que se encuentra entre los grandes del XX. Para Cunqueiro, la cocina era y es la más singular de las artes civilizatorias, y la expresión palpable, comestible, aromada, sutil, de una cultura y un siglo. En su artíulo De gorros de cocinero, hablando de Carême, cocinero de Talleyrand, cuenta que aquél no quiso quitarse el gorro ante Alejandro de Rusia. Y el Zar, preguntando quién era aquel insolente, fue respondido de inmediato por el embajador de Francia: "¡La cocina, majestad!". A lo que Cunqueiro añade más abajo: "Sí, era toda la cocina; en aquella cabeza racionalista y neoclásica estaba el Cosmos, el buen orden". Así, en el Chateauneuf-du-Pape, en un pollo Villeroy, en la honesta cochura de una empanada de lamprea, en las especiadas sopas de la Hansa, aptas para la marinería hiperbórea, lo que Cunqueiro adivina no es tanto la perfección de un plato, y su necesaria ejecución conforme a lo debido, como la cantidad de ingenio, de voluntad, de alegre fantasía, que el hombre puso al ordenar y aprovechar las ruinas de este viejo Paraíso Original, ganado ya por la melancolía.

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